domingo, 30 de octubre de 2011

Capítulo 28. Falsas promesas.

Alivio, tan solo sentía alivio. Alivio que hizo que sus músculos se relajaran, que hizo que el reciente huérfano se diera la vuelta, decidido a bajar, a buscar el cuerpo de su madre, para darle un entierro digno.
Pero las sorpresas no se habían acabado, todo acababa de empezar. Puesto que una figura conocida lo estaba esperando, con los brazos cruzados sobre el pecho y su chocante sonrisa amable pintada en su rostro atractivo. No iba vestido con su bata de doctor, sino con un traje chaqueta negro, y su pelo estaba despeinado, mecido por el suave viento.
-         En serio. ¿Doctor? –Dijo él, hastiado.- ¿Me he perdido la nueva moda de subirse al tejado? No, ¡De subirse a este maldito tejado!
-         Calma, calma, muchacho. –dijo él.
-         ¿Qué hace aquí? –cortó Gabriel, hosco.
-         He venido a buscarte.
-         ¿Al tejado?
-         Así es. Tengo que hablar contigo. Escúchame con atención…
-         ¿Vamos a charlar en el tejado?
-         Quieres olvidarte del puñetero tejado y prestar atención a lo que te digo.
-         Sí, sí, pero abrevia, que tengo que preparar un funeral.
Su médico lo miró con sorna.
-         ¡Oh no! –Gabriel se llevó las manos a la cara.- ¡Estoy teniendo un ataque! ¡Que novedad! Por favor, venga ya ¿Piensa llevarme al hospital o es que no traes tu cura contigo?
Exasperado, y con poca paciencia, el médico frunció el ceño.
-         ¡Calla! Estás histérico. Y te conviene atender a lo que te digo.
Se cruzó de brazos, con expresión cansada.
-         Adelante.
Él sonrió.
-         ¿Sabes acaso quien soy, muchacho?
-         ¿Una bailarina de ballet?
Gabriel lo estaba sacando de sus casillas, y se estaba divirtiendo.
-         Estás agotando mi paciencia, y él único que puede salir perdiendo aquí, eres tú, amigo mío.
-         No soy tu amigo.-Terció él.
-         Pero no te conviene tenerme como tú enemigo.
-         ¿Razón?
-         Puedo devolverte todo lo que quieres, Gabriel.
-         Todo lo que…
-         Te lo mostraré.-fue lo único que dijo, y lo tomó de la mano, volviéndose difusa su realidad, evaporándose su visión.

Estaba en un acogedor pasillo, suelo de madera, cuadros que retrataban Praga colgados por las paredes, el olor a café recién hecho que proveía de algún lugar, el sonido de un piano sonando. Se miró a si mismo, en un espejo sujeto a la pared, estaba un poco más alto, su pelo un poco más corto, un poco más peinado, con unas gafas negras puestas, vestido con una camisa blanca, vaqueros. Colgado al lado del espejo, un retrato, lo alzó, para observarlo.
-         ¿Cuando me he casado con Ingrid?
Soltó la foto, desconcertado, no veía a su médico por ninguna parte, con la imagen de Ingrid vestida de novia cogida de la mano de un sonriente y más juvenil Gabriel, avanzó por el pasillo, hasta que llegó a un salón, alguien estaba tocando el piano, era una mujer, con el pelo negro largo, lacio.
Su melodía se detuvo, suavemente mientras se giraba hacia él.
-         ¿Natsumi? –pronunció el nombre de su prima, incrédulo.
-         Aprendí a tocar el piano así en Irlanda. –dijo mientras se levantaba y corría a abrazarlo.
Él la estrechó entre sus brazos, confuso, pero lleno de alegría.
-         Te he echado de menos.-murmuró.
Aquella risa tan despreocupada típica de su prima retumbó en su oído.
-         No seas tonto, pero si nos vemos muy a menudo.
-         Te fuiste a…
-         Y volví. –sonrió ella, presionando su hombro, tal y como lo había echo tantas veces durante su infancia. Y en ese momento añadió – Creo que el café ya está listo.
Lo arrastró hasta la cocina, donde Ingrid le servía el café a una señora mayor, a la cual no reconoció hasta que vio sus ojos, del mismo color los suyos.
-         Espero que no esté demasiado cargado, Gabriela.-había dicho Ingrid, con su sonrisa sesgada, su tono tranquilizador que ya echaba de menos.
Gabriela sonrió con complicidad a Gabriel. Y antes de que se hubiese dado cuenta, Ingrid había aparecido delante de él con los ojos rebosantes de felicidad.
-         Llegas pronto, cariño.
“Cariño” Nunca nadie lo había llamado así, en eso pensaba Gabriel hasta que ella le dio un pico de bienvenida.
-         Ingrid.-dijo él, en ese momento, sin creérselo, hasta agarrarla de nuevo con intenciones de besarla…

Todo se desvaneció, desapareciendo.
De nuevo se encontraba en el tejado, junto al doctor.
Gabriel jadeó, sin aliento, mareado.
-         ¿Qué era eso? –quiso saber. –Quiero…
-         ¿Quieres volver ahí, verdad?
Enmudeció.
-         Ese puede ser tu futuro. Yo lo haría posible.
-         ¿Tú? Si claro… ¿Qué me inyectarás esta vez?
-         Gabriel, yo soy Baal.-proclamó, como si aquello fuera obvio.- El demonio más poderoso que queda vivo sobre la faz de la Tierra. Puedo conseguirlo todo.
Lo miró, desconfiado.
-         ¿Y a cambio de eso… yo?
-         Harás todo lo que yo te diga durante una temporada, me serás fiel… y al cabo de unos meses… ¡Bum! Todo lo que has visto comenzará a hacerse realidad.
-         Yo…
Baal sonrió, le tendió la mano.
-         ¿Qué me dices?
-         No sé…
-         Gabriel, no tienes nada que perder. No tienes nada.
Tragó saliva, y alzó su mano temblorosa.
-         No tengo nada que perder.- repitió.
Sus dedos estaban a punto de rozar los de Baal, el trato quedaría sellado, su destino marcado, su futuro consolidado.
Pero una voz, una voz los sobresaltó, una voz furiosa, enfadada, protectora y dolida… dolida en lo más hondo.
-         ¡¡Aparta tus sucias manos de mi hijo!!
Gabriel retiró la mano en aquel momento, mientras Baal se volvía, colérico hasta la figura de Akira, que miraba a Gabriel. Y este había abierto al máximo sus ojos, confuso.
-         No le creas. –dijo Akira, sin aliento. –Él tan solo quiere utilizarte.
-         ¡No le escuches! ¡Termina nuestro trato! Prométeme lealtad…
Gabriel zarandeó la cabeza.
-         Mi… ¿padre? –fue lo único que logró salir de su boca.
Akira respiraba pesadamente, miraba nervioso a Gabriel, nunca lo había visto así, perdiendo su compostura de tal manera, su aire cargado de frivolidad y superioridad. Parecía débil, vulnerable, desesperado…
-         Gabriel, olvídate de este viejo loco… recuerda nuestro…
Había comenzado a retroceder, meneando la cabeza, negando aquel testimonio.
-         Tu no eres mi padre….-musitó, trastocado, sin dejar de mirar a Akira, pero sin verdaderamente verlo con claridad, sus botas habían alcanzado el bordillo.- ¡Mi padre está muerto!
Y justo en ese momento, sus ojos se volvieron, apagándose el color rojo. Se había desmayado, cayendo hacia atrás, hundiéndose sin remedio en el río, tal y como su madre lo había echo momentos antes.

En otra parte de la ciudad, Ingrid estaba sentada en su escritorio, enfurruñada se había encerrado en su habitación, echando el cerrojo a la puerta para impedir que su enfadada familia pudiese entrar a molestarla. No, ya no iría a ningún convento, pero le estaba terminantemente prohibido volver a ver a Gabriel. Thomas se había encargado de hablar mal de él, de contar calamidades sobre su amigo para que sus padres reaccionasen de aquella manera. Ahora que habían dejado de aporrear la puerta, ella rebuscaba cuidadosamente en su nuevo libro, ahora podría encontrar más de lo que en un principio ese libro ofrecía. Había leído que los ayudantes de ángeles podían dejar de serlo, si un demonio depositaba sobre ellos algún juramente de liberación. Seguro que podía pasar lo mismo con los Caídos, seguro que podría liberar a Gabriel de alguna manera. No iba a darse por vencida. Quería un futuro alejado de conventos, pero quería vivir al lado de Gabriel. Era lo único que deseaba en aquellos momentos… 

sábado, 8 de octubre de 2011

Capítulo 27. Las voces del infierno.

-         ¿Te imaginas que todas las mañanas fueran así? –Había dicho Ingrid, con voz soñadora, esa mañana, arrimándose a él, cubierta por  una de las sábanas.
Gabriel había asentido, pensativo, con aire triste, correspondiendo a su abrazo. La guerra entre demonios y ángeles no acabaría nunca. Siempre estaría preso en aquella mansión, con sangre manchando sus manos e Ingrid algún día terminaría olvidándose de él, o acabaría despreciándole, como pasaba con todo el mundo. No quería pensar en eso, pero veía un futuro tan frágil entre ellos dos. La noche había acabado… ¿Por cuánto tiempo más aguantarían huyendo de la evidente realidad?
Suspiró apretándola contra él, y cerrando los ojos. Disfrutando de los último segundos de su compañía antes de que terminasen por volver a la casa de Ingrid.

Estaban de camino, ambos cogidos de la mano, hablando de cosas de poca importancia que no recodarían después, como que a Ingrid le quedaba una semana para que le dieran las vacaciones de navidad…
Y antes de que se hubiesen dado cuenta habían llegado a la entrada de la casa de Ingrid. Gabriel no quería volver a alejarse de ella, siempre que ella se iba él acababa perdiendo el control, acababa perdiendo esa quietud interna que ella le provocaba. Y ahora menos que nunca quería irse de nuevo a la mansión. Al parecer Ingrid tenía algo que hablar con sus padres que era importante y Gabriel pensaba respetarlo. No iba a exigirle que se quedara junto a él. Tenía que ser fuerte por su cuenta, y quedar con ella un poco más tarde o para el día siguiente.
Ella se había detenido allí, mirándole sonriente, una leve brisa movía sus mechones negros que le caían por los hombros, se había vuelto a poner su vestido blanco, sus botas negras y Gabriel le había prestado su chaqueta negra de cuero. Estaba preciosa, como siempre.
Gabriel no pudo evitarlo, la besó allí en medio, mientras que cogía su rostro con sus manos y se acercaba a ella, un beso envolvente y caprichoso que dejó a Ingrid sin respiración. Volvieron a mirarse, estando a centímetros. Ella tendría que haber dado unos pasos hacia atrás; pero en cambio sus ojos le pedían más, le decían que se quedase sin necesidad de palabras; sus labios volvieron a unirse de nuevo, sus lenguas se enroscaron, y sus cuerpos se fundieron en un apasionado abrazo.
Ingrid sentía su corazón latiendo desbocadamente, mientras sus manos revolvían el pelo de Gabriel, la pierna de él aprisionó la suya, no podían separarse, ahora no. Porque se sentía demasiado bien.
-         ¡Ingrid! –era una voz desconocida, grave, furiosa y escandalizada.
Ambos se separaron de un salto. E Ingrid observó alarmada a su padre, con un rictus de ira en su cara, acercándose amenazante a Gabriel. Detrás estaba su madre, recriminándola con una mirada cargada de desapobración. Y Thomas, mirando con infinito desprecio a Gabriel, tanto, que parecía que iba a correr hacia él y asestarle un buen puñetazo.
-         ¿Se puede saber quien es este niñato? –vociferó su padre.
Gabriel hizo una mueca de fastidio, era normal que no le gustase como novio para su hija… ella era lo más parecido a un ángel de la paz, y él… tenía cara de chica, semblante de pirado y su vestimenta negra y apagada tampoco causaban muy buena impresión.
Pero Ingrid se relajó en seguida, tomó la mano de Gabriel con fuerza y dijo, totalmente serena, contrarrestando la tensión interna de su padre, que estaba a punto de estallar:
-         Papá, él es Gabriel. Y es mi novio. – alzó más la voz al pronunciar la última palabra de aquella frase, para darle contundencia.
Vio la decepción en los ojos de aquel hombre.
-         Hija mía, vas a ingresas en un…
-         No. –cortó ella.
-         Ingrid, tu madre y yo ya lo hemos decidido…
-         Claro, y por supuesto sin consultármelo a mí antes. ¿No os habéis preguntado si yo quiero eso en mi vida? ¡Puedo pensar por mí misma!
Gabriel se sentía incómodo, no entendía de lo que hablaban, tan solo veía las miradas de odio que le echaba la madre de Ingrid y Thomas, que parecía reprimir sus ganas de lanzarse sobre él. ¿Qué era lo que Ingrid no quería para su vida? ¿Y por qué no se lo había contado? Quizá por que esa noche les pertenecía solo a ellos y no valía la pena estropearla…
-         ¿No quieres ir a un convento? –soltó entonces su madre, confundida, dando unos pasos hacia ellos.
-         No, mamá.-corroboró ella.
-         ¡La culpa la tiene este golfo! –dijo en ese momento su padre.- ¡Te ha comido la cabeza!
-         Sí, porque no pienso pasar toda mi vida encerrada en un lugar así. No sabéis lo que es bueno para mí…
-         ¿Y tú si no? –bramó él.- ¡Crees que es bueno irse con el primer imbécil que llame a tu puerta! ¡Thomas nos lo ha contado todo!
-         ¡Thomas no sabe nada de mi vida! –explotó Ingrid.
-         ¡Tú si que no sabes nada de él, Ingrid! –se hizo oír Thomas. – Aunque… yo tampoco quiero que vayas a un convento…
Gabriel había palidecido levemente, se mordió el labio inferior, pensativo. No le gustaba estar en medio de aquella discusión familiar, aunque siendo él la causa de aquella disputa tendría que intervenir de alguna manera. Y lo peor de todo aquello…. Es que no sabía como demonios arreglar esa situación. Él no sabía ser conciliador, ni tan solo se veía capaz de hacerle la pelota al padre de Ingrid, porque cuando se trataba de él, normalmente terminaba aquel tipo de peleas con algún grito histérico con el cual intentar llamar la atención de su desnaturalizo padre. Zarandeó la cabeza, sentía la presión de los dedos de Ingrid, sobre los suyos. Sus manos sudaban, y se deslizaban la una sobre la otra con la amenaza de separarse.
-         ¡Por encima de mi cadáver! –estaba vociferando su padre en aquel momento.- ¡No me fío de este…!
Ingrid fue a abrir la boca para replicar, pero su padre habló de nuevo, fuera de sí, con una voz grave y contundente.
-         ¡Ni necesito ni quiero conocer a este chico! ¿No quieres ir a un convento? Está bien. No irás. Pero apártate de una vez de este criminal juvenil.
-         ¡No quiero!
-         Ingrid…
-         ¡Eh, déjela que tome una decisión por ella misma! –soltó en ese momento Gabriel. – Usted no entiende lo importante que es su hija para mí. Y si cree que mi intención es dañarla, está usted muy equivocado. Mi mal aspecto es evidente. Pero creo que no está bien juzgar un libro por su portada.
El padre de la chica se había quedado petrificado, ante las palabras de aquel tipo con aspecto de delincuente que sujetaba con nerviosismo la mano de su hija pequeña.
-         Tan importante no será cuando…
Thomas no pudo acabar su frase puesto que el padre de Ingrid la agarró del brazo y tiró de ella, hasta que su mano resbaló de la Gabriel y quedaron separados.
Ingrid gritó, con la llama de la rebeldía ardiendo en su pecho. Se desaió de los brazos de su progenitor, justo a tiempo como para que Thomas tomara el relevo de su padre, y la empujara hacia el interior de su casa.
Gritó, con impotencia, sin querer aceptar aquella separación completamente injusta. Veía a Gabriel retrocediendo poco a poco, a medida que su padre avanzaba hacia él, hecho una fiera.
-         ¡Fuera de aquí, golfo!
Lo había agarrado por el cuello alto negro que llevaba, y sacudiéndole le dijo, con voz potente:
-         ¡Cómo vuelva a ver tus sucias manos sobre mi hija te vas  a arrepentir durante el resto de tu vida…!
Gabriel le dirigió una mirada furiosa, cargada de una impotencia creciente que estaba reprimiendo a duras penas. Apretó los puños con fuerza, hasta clavarse las uñas en las palmas de su mano. Mordió su labio inferior, algo extraño estaba ahí, agazapado en su interior, chillando y debatiéndose por salir. Quería golpearle en aquellos momentos para ahogar la rabia que sentía, la puerta se cerró, quedando ella aislada en el interior de su casa, junto a Thomas y a la madre de ambos.
De nuevo, como siempre en su odiosa vida, algo o alguien lo alejaba cruelmente de lo que amaba. Y esa vez no parecía ser menos.
El padre de Ingrid lo seguía observando, con una mueca de asco grabada en su cara, el desprecio al fondo de sus ojos oscuros, los mismos ojos de ella. 
Maldiciones interiores se fueron formulando silenciosamente en su mente. 
Tragó saliva y él terminó con soltarle.
Dio media vuelta, el poco control que tenía iba desaparecer si prolongaba aún más ese incómodo contacto visual.
Intentó caminar sin vacilaciones, no dar marcha atrás, sin girar su cabeza. Sentía la afilada y descontenta mirada del padre de Ingrid sobre su nuca, sin perderlo de vista, vigilándolo sin tregua hasta que por fin desapareció en una calle que torcía a la derecha. Una vez fuera del campo de visión de aquel intolerante hombre, dejó escapar un suspiro, lento, intentando serenarse. 
Apretando los dientes, se abofeteó las mejillas, un grito de rabia salió de su boca, lo que hizo que todos se volviesen para mirarle. 
Tenía unas ganas horribles de patear algo, de golpear a alguien, pero no podía, no iba a agachar la cabeza, no iba a llorar. Todo iba a acabar así tarde o temprano. La separación de ambos estaba grabada a fuego en su destino, ¿qué más daba cuando llegase ese momento? Si ya era de esperar que llegase. Inevitable, era inevitable. 
Intentó bloquear a voluntad su mente, dejarla en blanco, deshacer cualquier pensamiento y seguir andando, por las calles de Praga. No tenía rumbo fijo, es más, andaba perdido, con gesto indiferente caminando entre un torbellino de personas, viendo caras sin expresión, mientras todo lo que veía se iba haciendo cada vez más confuso y monótono. Una realidad gris que se abría paso a su alrededor. 
Ya no sentía ni el movimiento de sus pies caminando por el asfalto de la acera. Se dijo que debería volver a la mansión y encerrarse en su habitación hasta la llegada de Akira, hasta la llegada de aquellas explicaciones que estaban tardando demasiado en llegar.
Pero no se sentía capaz, no quería volver allí de momento. 
Con lo cual se instaló en una cafetería de aspecto agradable y acogedor, a las orillas del río, a sentarse, a tomarse algo. La cafetería tenía dos pisos, tras sacar un paquete nuevo de cigarrillos en una máquina que estaba equipada en la entrada del establecimiento y pedir un café y un pastel de chocolate con cerezas por encima, se sentó en la segunda planta, en una mesa libre al lado una ventana, desde la cual se apreciaba el movimiento de las aguas del río, que era relajante. 
Encendió un cigarro, y comenzó a destrozar la tarta con su cuchara, sin comerla, tan solo la partía a trocitos, la aplastaba, pegándola al plato. Mientras no cesaba de gastar cigarrillos, mientras las agujas del reloj giraban consumiendo las horas de aquella mañana, mientras gente abandonaba las mesas y nuevos clientes las ocupaban, mientras las camareras corrían de un lado a otro, se oía risas provenientes de la calle. Y ahí estaba él, marginado en aquella mesa, jugando vulgarmente con su tarta de chocolate, como si se tratase de un chiquillo de cinco años, mientras gastaba deliberadamente su paquete de cigarros. 
- Gabriel. ¿Estás ahí? 
Se sobresaltó enseguida, saliendo del trance en que se había sumido. Apagó su cigarrillo en su muñeca y alzó la cabeza, esperando encontrarse a algún asesino.
Aunque era una voz femenina, a lo mejor era alguna de esas amigas de Ingrid que él conoció en la biblioteca. Pero no, allí no había nadie. 
-Gabriel… 
Se levantó, no, no había nadie. Giró su cabeza, pero a su lado sobre estaba aquella ventana que conducía al río.
- Ven aquí. 
Desesperado, se asomó a la ventana. Si aquello era una broma, no hacía ni la más mínima gracia. 
- Aquí arriba. 
Gabriel miró hacia arriba, la voz venía de tejado. ¿A quién se le ocurre subirse a un tejado a llamar a alguien como él? No reconocía esa voz. Pero la recordaba… la había oído antes… hace mucho tiempo, pero no podía relacionarla con nadie. 
Se encaramó a la ventana, quedando de pie sobre el alfeizar. 

- ¡Eh tú, baja de ahí! –oyó la voz de alguien aproximándose a la ventana. - ¿Estás loco? Podrías caer al río. 
Y antes de que llegasen a alcanzarlo, pegó un enorme saltó y quedó enganchado al tejado, con esfuerzo tiró de su cuerpo, hasta que terminó por subir al tejado, mareado y tambaleándose peligrosamente hacia atrás logró quedar de pie sobre el tejado. 
Alzó la mirada. 
Y sus ojos se cruzaron con otros, exactamente iguales a los suyos, del mismo azul, que lo miraban con sorpresa, con dolor… con amargura. 
- ¿Mamá? –se escapó de sus labios. 
La figura de su madre temblaba, con los brazos pegados al pecho, zarandeó la cabeza, sin dejar de mirarle, mientras que Gabriel caminaba hacia ella, con pasos dubitativos. 
- No te acerques.-musitó, con el terror grabado en su cara. –No te acerques, no te acerques, no te acerques… 
Gabriel se quedó parado. Se pellizcó. Sí, era real. Muy real. 
- ¿Te has escapado del manicomio para buscarme por los tejados de cafeterías o…?
Se sintió estúpido al decir eso, aunque aquella situación era bastante estúpida. ¿Qué demonios hacia su madre allí? ¿Por qué no corría a abrazarlo? ¿Por qué lo llamaba y luego le pedía que no se acercase a ella? ¿Le había decepcionado? Hacia ya casi dos años que no veía a su madre y su aspecto había cambia demasiado. Desde que se fue su prima él cambio completamente. Pasando de ser ese chico que llevaba jerseys de colores gastados, conjuntados con algunos vaqueros claros y unas deportivas demasiado usadas, que normalmente escondía sus ojos sobrenaturales bajo unas gafas negras, que se peinaba echándose el pelo hacia atrás… en esos momentos llevaba un ajustado cuello alto negro, unos pantalones de camuflaje verdes, con sus botas altas negras, y su pelo castaño cayéndole sobre la frente, dejó de llevar gafas cuando dejaron de importarle sus calificaciones en el instituto… 
- No lo entiendes. –dijo ella en ese momento, sacándolo de sus reflexiones. 
- Mamá yo…
- ¡Vete! 
-         ¡No! –negó él ese momento, fuera se sí.- ¡Explícame que es lo que está pasando!
Su madre lo miraba con los ojos descolocados por el terror, su mirada paseaba entre las inmensidades del cielo hasta perderse de nuevo en los ojos de su hijo.
Gabriel apretó los puños.
-         ¡Estoy harto de todo esto! ¿Me oyes? ¡Estoy harto de ser el único confundido!
-         Gabriel… cálmate…-musitó su madre, con voz quebradiza. – Tú no deberías estar aquí.
-         Me has llamado…
-         Pero aún tienes tiempo de salir de aquí…
En ese justo momento los labios de su madre se detuvieron, convirtiendo su expresión en una máscara de terror, mientras que Gabriel sentía un movimiento pesado a su espalda.
Se volteó, lentamente, temiendo lo que podría encontrarse.
Y allí estaba él, mirándole con la cabeza cayéndole hacia un lado, con su sonrisa podrida y su olor putrefacto.
Su padre.
Las pupilas del joven se empequeñecieron, tembló violentamente, movido por un resorte. Y cayó, cayó de rodillas y chilló, con todas sus fuerzas, con todo el aire que le quedaban en sus consumidos pulmones:
-         ¡Esto no es real! ¡Tú no eres real! ¡Eres una puta pesadilla!
Había deformado su boca en una sonrisa, sus ojos estaba fijos en ambos.
-         Que bonito es ver a la familia reunida de nuevo. –dijo.
-         Calla.-masculló Gabriel, taponando sus oídos con las palmas de sus manos, mientras se encogía sobre sí mismo.-No existes.
Una risa burlona y llena de crueldad salió de la garganta de la figura magullada de su padre.
-         ¿Eso piensas? Bien, tendré que demostrar que te equivocas. –fue lo único que dijo.
Gabriel se dejó caer sobre el suelo, ignorando por completo lo que sucedía en esos momentos, era una mentira, su mente lo creaba, su mente tenía la culpa de aquello.
Podía ver perfectamente, como el cuerpo de su padre se iba derritiendo poco a poco, transformándose a sus ojos en un enorme demonio, con largos cuernos curvados de cabra y una barba gris. Y como ese monstruo saltaba su cuerpo desplomado sobre el tejado, avanzando amenazante hacia su madre con grandes zancadas. Ella retrocedió unos pasos, desequilibrándose peligrosamente por el tejado. Pero fue demasiado tarde, cuando Gabriel se volvió él ya había agarrado a su madre, a la que balanceaba peligrosamente, con intención de hacerla caer abajo.
Y su indiferencia se resquebrajó.
- ¡No la toques, animal! –Chilló levantándose de un salto. -¡Suéltala, cerdo!
No era ningún adversario para él, estaba demasiado cansado… con su mano libre aprisionó su muñeca, haciéndole caer al suelo con un simple movimiento. Colocó su pie peludo sobre la espalda de su hijo, para impedir que volviera a levantarse.
-         Se acabó, puta. –dijo, escupiendo el desprecio en sus palabras. -¿Tus últimas palabras?
Gabriela tan solo tenía ojos para su hijo, que luchaba, pataleaba, y aporreaba el suelo, intentando liberarse y recuperar su movilidad.
-         Gabriel.-murmuró, y este dejó de moverse, jadeante, alzando su mirada hacia ella.- Tú nunca serás un error, digan lo que ellos digan. Nunca serás lo que ellos quieren que seas. No dejes que hagan de ti ningún extraño. Y nunca, nunca falles en lo que yo. Da la cara por lo que quieres, aunque duela. –Lágrimas se deslizaban.- Estoy orgullosa de ti, eres lo mejor que tuve en mi vida, hijo mío.
Y en ese momento estrelló su cabeza contra el suelo a milímetros de Gabriel, y este tan solo pudo observar, mudo, los cabellos de su madre, del mismo color que los suyos, pudo ver la sangre, manchando su cabellos, cayendo sobre las tejas verdes. La había matado, la había matado ante sus ojos…
Su cuerpo se escurrió, resbaló, cayó. Un cadáver al que las mudas aguas del río se tragaron.
Y el silencio se esparció durante unos segundos, hasta que el demonio alzó a Gabriel, lo miró a los ojos y sin dejar se sonreír le propinó un puñetazo, y lo empujó, haciendo que rodara por el tejado.
Su cuerpo se detuvo a pocos centímetros del bordillo, quedando sentado sobre el tejado, con la mirada fija en su padre, una mirada tan desconcertada y tan dolorida que escocía mirar sus ojos azules, un hilo de sangre corría por el lado derecho de su barbilla.
-         Me…-jadeó él, sin aliento.- Me jodiste la vida, cabrón. Me destruiste por completo. A mí, y a mi madre. –Se levantó del suelo, desafiante, y cargado de odio vociferó, señalándose a si mismo.- ¿Ves esto? ¡Toda la mierda que soy, toda la mierda en la que me convertí! ¡Todo es por tu culpa! ¡Tú me hiciste así! ¡Tu y tus malditas palizas, tú y tu maldita indiferencia, repugnante demonio de mierda! ¡Eres un hijo de puta! –lágrimas corrían por sus mejillas, y dijo, como si estuviera a punto de asfixiarse.- Eres un hijo de puta…
Aquellas palabras no parecieron hacer mella en su padre, que seguía observándole, tranquilo, seguro de si mismo.
Tú puedes matarle.
Secó las lágrimas de sus ojos.
Puedes hacerlo.
Alzó la barbilla, muy digno.
Ya lo has hecho antes.
Sus ojos se tornaron rojos, ardientes de rabia.
Ahora.
Extendió un brazo, señaló con el dedo índice la figura del demonio, su ceño se frunció. Abrió la palma de su mano, separo sus dedos, y en un rápido movimiento desplazó su brazo hasta quedar su mano sobre su otro hombro.
Su padre se miró las palmas de las manos, abrió su boca, avanzó hasta aquel nuevo y sereno Gabriel, pero no pudo cayó de rodillas, ante él. Y su hijo lo observó, sin un ápice de compasión, con siniestra satisfacción destilando por la sonrisa que se había instalado en su rostro.
-         Nos veremos en el infierno, papá.
Derretido, transformado en una masa de color grisácea, desaparecido. Muerto por fin.


-         ¿Lo ven? –dijo una voz, contundente, proveniente del inframundo. – El chico derrite demonios.
Murmullos asombrados se agolparon por toda la sala en penumbra, desde la cual por un ventanal se podía ver el cuerpo de Gabriel, que seguía mirando absorto lo poco que quedaba de lo que había sido su padre. 
-         Es más poderoso de lo que creía. Es la prueba más poderosa de todas…
-         Pero Padre…- replicó otra voz, situada a la espalda del jefe.
-         Cállate. –se había levantado del sillón.- Llegó la hora de recoger lo que es mío.

sábado, 1 de octubre de 2011

Capítulo 26. Huyendo de la Realidad.

El frío lo golpeó nada más salir de aquel lugar, pero aquello no era nada comparado con lo que sentía en esos momentos. Una mezcla de sentimientos, había caído en el más profundo abismo, regresaría a la mansión y él mismo se ataría a la cama, tal y como lo hacía su padre con él, un tortuoso camino hacia la eterna oscuridad. Tan solo quería desaparecer, mientras se maldecía a sí mismo. Ojala se hubiese cortado las venas aquel día dos años atrás, si hubiese muerto en aquel momento nunca jamás nadie habría muerto en sus manos, jamás habría puesto a Ingrid en peligro. ¿Por qué quiso acercarse a ella y estropear su vida con su presencia que podría todo aquello que estaba a su alrededor? Ya no odiaba al mundo, no odiaba a nadie salvo a él. Él era lo que nunca debió haber existido.
-         ¿Y si yo no quiero alejarme de ti? –oyó en ese momento a su espalda.
Se sentía cansando, muy cansado. Quería correr pero sus pocas fuerzas pero el dolor de todos sus músculos no se lo permitió. Así que comenzó a caminar más deprisa. Intentando ahogar en su frustración aquella voz de ángel. No podía echarse ahora atrás, el paso estaba dado. Adiós. Para siempre.
Lo agarró de la muñeca, reteniéndolo a unos centímetros de ella, con fuerza, sus dedos apretando dolorosamente su muñeca. No iba a dejarle escapar.
-         Déjame.-gimió él, sin fuerzas.
Ella tiró de él, hacia ella, intentando voltearlo, para mirarle a los ojos. Gabriel no iba a llorar, no en aquel momento, nunca más.
-         Suéltame-dijo él, despacio, intentando envolver sus palabras con frialdad.
-         No.
Un nuevo tirón, ella no tenía tanta fuerza como él, pero su cuerpo estaba cansado, agotado y su resistencia estaba demasiado baja.
-         Deja que me vaya. –Repitió él, en un murmullo cargado de impotencia.- Nunca… nunca debí haberme acercado a ti, estropeé tu vida al hacerlo.
Ella oprimió aún más fuerte su muñeca, el silencio llegó mezclándose con la quietud que inundaba las calles dormidas de Praga.
Podía oír la respiración entrecortada de Ingrid, antes de que ella dijese, con total claridad, sin temblar en ningún tramo de aquella frase:
-         Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
Estupefacto, Gabriel terminó por volverse hacia ella, que lo miraba desolada, con lágrimas acumulándose en sus ojos.
-         Mi vida antes era tan vacía…-comenzó.- No tenía amigos, era ignorada hasta por mi familia y no terminé nunca de acostumbrarme a la soledad. Nada era mío. Todo, mi tiempo, mis fuerzas, mi buen humor era para lo demás. Pensé que esa era mi vida y que lo sería así para siempre. Habría seguido igual que ahora, haciendo lo imposible por mejorar este mundo en el que vivimos. Pero era aburrido, igual… Pensaba que si hubiera muerto ese día, aquel en el que me caí de ese caballo, todo habría ido mejor. ¿Querías comprender como una chica como yo querría morir? 
Paró para tomar aire, liberarse de todo aquello que había contenido durante años y que ahora se estaba desbordando delante de Gabriel, que la contemplaba afligido y a la vez enteramente conmovido.
-         Mi vida no era mía, puesto que no deseaba nada para mí, salvo entregar mi vida a los demás, a los necesitados. Y entonces, cuando más pérdida me encontraba… entonces llegaste tú.
Gabriel estaba negando con la cabeza, lentamente.
-         Siempre todos me dijeron que fuese más egoísta. ¡Y ahora quiero serlo! ¡Óyeme de una maldita vez y deja de escapar de mí!
-         Ingrid… tú no lo entiendes. Pierdo el sentido del control y…
-         ¡Me da igual! –ella jadeó.- ¿Crees que no sé lo que eres? Desde el principio supe que eras un asesino, y no me importó. No te temo Gabriel, tú no eres ningún monstruo. Eres una persona demasiado incomprendida… solo eso…
-         Tú no entiendes nada. –masculló él.-No hablo de eso. Hablo de que mato sin ser consciente de ello. Y no quiero hacerte daño, no quiero despertar una mañana y verte, encontrarte muerta a mi lado. Porque nunca me lo perdonaría. Porque eres…
Fue incapaz de continuar. “Eres lo más hermoso que he visto en mi vida, eres demasiado buena para sufrir por un imbécil como yo, que no se merece nada de ti.” Podría haber salido de su boca, pero sabía que se estaba echando hacia atrás, a pasos cada vez más grandes.
-         Antes, estabas matando a diestro y siniestro. No tenías piedad con nadie, gritabas a todo pulmón cosas en japonés… -tragó saliva.- Cuando te encontré… he estado más de una hora corriendo tras de ti, intentando hacerte despertar. He tirado de ti, he intentado hacerte retroceder. Pero tú te limitabas a apartarme de ti, y a decirme por favor que me fuera, porque no ibas a hacerme daño. No me haces daño… nunca lo haces.
Gabriel se había quedado sin aliento, un mudo y envolvente alivio cayó sobre él. Soltó aire, ya no tenía palabras. Se veía incapaz de despedirse, de irse, alejarse.
Ella lo miraba, esperando su respuesta. Pero nunca llegaría, porque no tenía palabras para describir su estado de ánimo en esos instantes. 
Antes de que Ingrid se diese cuenta, Gabriel la había atrapado  entre sus brazos rodeando su cintura, pegándola a él, tanto que podía sentir la respiración ahora calmada del chico. El pecho de él se estremeció con un suspiro, y ella sintió su aliento sobre sus labios, y un sonido parecido a un gemido salió de su boca, apenas audible.
Se miraron, largamente, hasta que finalmente, sus labios se tocaron, lentamente, casi con inseguridad; el primero fue un simple roce, demasiado corto y efímero,  el segundo no tardó en llegar, más largo, más intenso, aumentando la presión entre sus labios… hasta que en el tercero, los labios de ambos se abrieron y sus lenguas se encontraron enroscándose la una en la otra, voraz, aquello había sido demasiado contenido, demasiado evitado y ahora estaba desbordándose inevitablemente. Como una especie de explosión, que por fin eclosionaba, con la fuerza de un huracán.
Acercándose cada vez más, encerrados en los brazos del otro, sin querer soltarse, nunca más.
Gabriel acariciaba su cuello, sus mejillas, su pelo, mientras que sus labios eran incapaces de separarse. Se sentía tan bien en aquellos momentos, como flotando en otra realidad, ajena a aquella, abrazada a Gabriel, sintiendo un extraño y agradable hormigueo por todo su cuerpo. Algo imparable, que al fin había llegado.
Hasta que la sirena de la policía llegó a los oídos de ambos.
-         Vámonos de aquí.- susurró ella, tomándole de la mano y tirando de él.
Corrieron por las calles, cogidos de la mano, Gabriel ya no se sentía cansado, estaba exuberante de energía. Nunca se había sentido así, tan bien, tan feliz. Estaba cansado de reprimirse, de ocultar todo lo que la deseaba, y en aquellos momentos le daba igual todo. Tan solo existía ella, lo único que importaba.
Por ese mismo motivo, la detuvo una vez que estuvieron lejos de las sirenas de policía, en una silenciosa calle, la giró hacia él, acorralándola en un envolvente abrazo, buscó sus labios y los presionó contra los de él, en un beso voraz y a la vez caprichoso, prolongado aquel contacto hasta acabar separándose jadeantes.
Ella dejó escapar una risilla divertida antes de que Gabriel la ahogara de nuevo, con otro beso mucho más intenso, como si fuera a devorarla. Hasta llegar a un tercero, a un cuarto, a un sexto… hasta perder la cuenta.
-         Vamos a tu casa.-susurró Gabriel, dando un paso hacia atrás y tirando de ella hacia él de nuevo.
Ingrid negó rápidamente.
-         No, allí no.
-         ¿Ha pasado algo en tu casa Ingrid…?
-         No, están mis padres, es por eso. –aunque algo más escondían aquellas palabras, Ingrid no quería estropear aquel momento, diciéndole que iban a ingresarla en un convento, porque precisamente en ese justo momento, había decidido que nunca pisaría un sitio como aquel, porque iba a ser egoísta, y mucho. Quería a Gabriel en su vida y nadie se lo arrebataría. Ahora no.
Gabriel la estaba mirando con cierta desilusión.
-         Entonces ¿Tienes que volver a casa? ¿No vas a quedarte conmigo esta noche?
Ella le miró azorada, con las mejillas encendidas, acababa de ver las segundas intenciones de aquella frase. Gabriel rió, al verla tan avergonzada.
-         Entonces… ¿A dónde vamos? –quiso saber él.
-         Vayamos a tu casa.-propuso ella, rápidamente, sin pensar en las consecuencias que tendría aquella frase.
Gabriel palideció y negó.
-         No…
-         Venga…-pidió ella.
-         Insensata, ¿Qué pasaría si llegase mi jefe?
-         ¿Los demás asesinos nunca llevan chicas allí? –inquirió ella, acertando justo en la diana.
A decir verdad, todos, incluida Kavita, se habían marchado a una ciudad cercana, a la apertura de un club nocturno donde las copas serían gratis, se repartirían canapés variados y un DJ medianamente famoso de la región iba a actuar, iban a ahogar las penas de su compañera perdida. La casa estaba vacía, Akira no estaba. Pero podría llegar en cualquier momento, aunque pensándolo bien, Abeeku llevó a unas tres cubanas a su habitación, a saber que hacer (Aunque los gritos y gemidos que lo habían atosigado toda la noche, respondían a su muda pregunta); Roman llevaba continuamente a ligues, y Samantha había aparecido muchas noches agarrada a algún chico mucho más bueno que él (Sí, los había comparado consigo mismo, preguntándose por que a Samantha podría interesarle él, cuando venía acompañas de chicos que parecían salidos de anuncios de Calvin Klein). Y Akira nunca se había enfurecido. A la mañana siguiente, cuando alguien volvía a preguntar nadie abría o Chin anunciaba por el telefonillo con su voz metálica que se habían mudado y que como volviera a llamar soltaría a sus Pit-bulls rabiosos.
Ingrid estaba mirándole interrogante, hasta que él pronunció un resignado:
-         Está bien.
Ella aplaudió ligeramente, ante la mirada burlona de Gabriel, que pasando su brazo por sus hombros, la guió por las preciosas y silenciosas calles de Praga cargadas de adornos navideños, la mansión quedaba algo lejos, con lo cual no llegaron enseguida. Ingrid miró fascinada la enorme edificación, abrió la boca y exclamó:
-         Menuda casa.
-         Llena de psicópatas.-terció Gabriel, con sorna.
-         Pero… tiene que ser una pasada por dentro. –comentó ella, emocionada, mientras que entraban por la verja.
Miraba de aquí allá, fascinada, ilusionada, frunció levemente el ceño cuando pasaron por la fuente con aquel ángel sin cabeza.
-         Aquí vive un demonio ¿Qué esperabas? –dijo Gabriel, imitando un tono tétrico totalmente burlón.
Ingrid sonrió, mientras que Gabriel la apretó contra él. Llegaron a las grandes puertas de la mansión, Gabriel se agachó y de debajo de una maceta vacía sacó unas llaves. La puerta emitió un sordo chirrido al abrirse, Gabriel estaba demasiado acostumbrado como para sobresaltarse, al contrario de Ingrid que pegó un ligero salto en el sitio. Todas las luces estaban apagadas y a Gabriel se le hizo raro no ver a nadie por allí, sin aquel ruido tan normal de la televisión encendida, Kavita poniendo verde a cualquiera de los asesinos, Abeeku en la cocina, engullendo cualquier cosa, “come como un vagabundo, no sé para que Akira trajo a un muerto de hambre como este, supongo que le viene bien que la comida no se le eche a perder” se burlaba Kavita de él. Roman y Adnan podrían estar ahora mismo desparramados sobre aquella alfombra que ellos estaban pisando en esos momentos.
-         Así que aquí viven los asesinos…-dijo Ingrid, dando unos pasos hacia delante, mirando ceñuda las estatuas de demonios que estaban en aquel enorme recibidor con el suelo cubierto de mullidas alfombras.
El chico por el contrario respiró aliviado de que verdaderamente no hubiese nadie en casa, tenían la mansión para ellos solos y toda una noche por delante.
Cuando se quiso dar cuenta Ingrid estaba examinando una estatua de lo que parecía un monstruo con cuernos, pequeño y algo deforme. A ninguno de los asesinos les habían llamado la atención las estatuas de Akira, tan solo se habían limitado a criticar desdeñosamente su mal gusto, sin duda la decoración no era su fuerte.
-         ¿Tienes hambre? –preguntó Gabriel en ese momento. -¿Quieres cenar?
Ingrid asintió, corriendo hasta él para situarse a su lado.
Gabriel la empujó suavemente hacia la derecha.  
-         Es por aquí.-explicó él.
Las luces de la cocina se encendieron e Ingrid quedó de nuevo prendada por la cocina.
-         Esta casa es una pasada.
Gabriel apretó los labios.
-         Pero su interior está podrido.-sentenció, con cierta amargura.
Ingrid alzó la cabeza para besar su barbilla, y Gabriel sonrió de nuevo.
-         ¿Qué quieres para cenar?
-         Umm… me da igual.
-         Genial, tengo una pizza estupenda que estará lista en cinco minutos.
Ella protestó divertida. Viendo el tamaño de aquella nevera seguro que había algo más interesante que una simple pizza.
-         Hazme algo japonés.-pidió ella, en ese momento.
Gabriel estaba examinando la nevera, y giró su cabeza hacia ella. Curvó los labios con gesto cansado.
-         ¿Sushi?
-         Por ejemplo.
-         Umm, no sé si te va a gustar el Sushi, es pescado crudo básicamente.
-         Flojo. –gimió ella
Gabriel arqueó una ceja, molesto, mientras sacaba diversas cosas de la nevera.
-         ¿Por qué no te vas dando una ducha mientras yo cocino? –preguntó.
Ella ladeó la cabeza, sorprendida.
-         No tengo ropa para cambiarme. –dijo, incómodamente.
-         Te prestaré algo.
La llevó hasta la ducha.
-         Espero que Alix no haya sido la última en usarlo.-declaró.-Si no vas a encontrarte la placa de ducha llena de pelos. Vamos, podrías hacer un gato con ellos, esa niña está medio calva.
Ingrid se rió, y en cuanto Gabriel le mostró el cuarto de baño examinó la placa de ducha, estaba limpia a pesar de todo, y suspiró aliviada. No es que ella fuese una chica muy pulcra pero no se le hacía agradable ducharse con los pelos de otra chica en ella.
-         Tendrás que usar mi toalla.- dijo él, señalando una toalla roja colgada en una percha, había una de cada color, seguramente cada una estaba asignada a cada miembro de aquella patrulla de asesinos.
Ella asintió conforme, mientras que Gabriel abandonaba la habitación.
-         Ah, y no cojas el champú morado, su interior contiene orina.
Una mueca de asco ensombreció la cara de Ingrid, perdida en sus pensamientos de las locuras que harían los compañeros de Gabriel, con los que era obligado a convivir. Con un suspiro empezó a quitarse la ropa, la puerta estaba abierta y no le importó. La casa estaba vacía a excepción de Gabriel que debía estar ya en el piso inferior preparándole una cena japonesa. Dejó su ropa en un banquete de plástico cercano a la ducha, abrió la puerta de cristal de la ducha y entró en ella. El agua caliente comenzó a caer a borbotones desde el techo tras girar el grifo. Se sintió mucho mejor, las duchas solían relajarla mucho. Con lo cual echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, dejando que el agua mojara su cuerpo. Soltó aire. No había nada como una buena ducha.
Pero cuando bajó la cabeza y abrió los ojos, se quedó petrificada. Gabriel estaba apoyado en la muerta, escrutándola con interés, examinando su cuerpo desnudo de arriba a abajo,  mientras una sonrisa cargada de deseo iluminaba su rostro oriental. Parecía que iba a devorarla con la mirada.
Gabriel rió, divertido, pero sin poder apartar los ojos de ella, que se había cubierto inútilmente con las manos.
-         Te dije que me esperaras.-dijo, alzando una blusa blanca y unos vaqueros.
-         No te escuché.- Murmuró ella, incómoda observando a Gabriel totalmente avergonzada, con las mejillas teñidas de rojo.
Este rió, mientras dejaba las cosas sobre la banqueta.
-         Eso ya lo veo.-comentó, divertido.
Ella frunció el ceño “O tal vez verdaderamente no me dijiste nada para poder verme así” Pensó ella.
-         Si adelantas acontecimientos, la cosa ya no tiene gracia. –dijo Ingrid.
Gabriel arqueó las cejas, sin dejar de mirarla, caminando hacia la salida del baño.
-         Eres preciosa.-dijo entonces Gabriel, esbozando una sonrisa bobalicona.
-         ¡Oh! ¡Vete ya a cocinar!-lo echó ella.
-         Vale, vale.-dijo Gabriel conciliador, intentando calmar a la azorada muchacha.
Cerró la puerta y suspiró, ahora, justo en esos momentos, se estaba muriendo de ganas de hacerle el amor, viéndola de esa manera. Reprimía el entrar allí junto a ella, besarla, acariciar su cuerpo y…
Zarandeó la cabeza, fue una lástima que Thomas tuviese que interrumpir. Bajó por las escaleras, feliz, con la imagen del cuerpo desnudo de Ingrid todavía en la cabeza. Iba a esforzarse al máximo para que la cena resultase buena, al fin y al cabo no tenía tampoco grandes dotes culinarias.

Gabriel sabía que a Ingrid no le iba a gustar el sushi, a muchos europeos les desagradaba comer pescado crudo con arroz, y lo veía lógico. Tampoco es que a él eso le pareciese una autentica delicia. Por lo que además había preparado Chawan-Mushi, que en otras palabras era  caldo de huevo al vapor, muy típico de Japón, por si las moscas.
-         No es gran cosa.-había opinado Gabriel cuando Ingrid apareció en la cocina, vestida con su camisa blanca con un gran redondel rojo, que representaba la bandera de Japón y sus vaqueros que le quedaban bajos.
Él la agarró por la cintura y arrastrándola suavemente hasta la mesa dijo:
-         Bon apettit.
Una media sonrisa apareció en su cara. Se sentó y examinó cuidadosamente el plato de diversos trozos de Sushi que tenía en frente. Había también a su lado unos cuencos con sopa, y Gabriel le explicó en que consistía la sopa, al ver que ella lo miraba con extrañeza. El chico acababa de servirle un vaso lleno de Fanta de limón, él ya sabía que era su bebida favorita; mientras que él había abierto una lata de Heineken, al lado de su sopa y su plato de Sushi, residía un cuenco lleno de cerezas. Podía ver desde la encimera el humo que expulsaba el cigarro que Gabriel habría apagado recientemente en ese cenicero de metal y con forma de hoja.
Se decantó por lanzarse primero a por el Sushi, y no le supo malo como Gabriel creía, es más, estaba bueno porque había cocinado él. Gabriel estaba callado, esperando su opinión.
-         ¿Está bien? Quizá…
Ingrid negó con la cabeza, masticando con la boca llena, alzó su pulgar en señal de que la comida estaba buena, lo que hizo callar al muchacho que sonrió despacio, mostrándose complacido por haber echo una cena aceptable.
-         Está genial.-dijo ella.
Y en ese momento sintió la mano de Gabriel atrapando su mano, que estaba sobre la mesa, ella le miró, mientras que él presionaba sus dedos contra los suyos. Y en ese momento, Ingrid se sintió verdaderamente completa, sin aquel desmesurado vacío en su interior. Se imaginó su futuro, algo parecido a aquello. Una simple cena con Gabriel, quería repetir eso durante el resto de su vida.

Estaba sentada en la cama, la de Gabriel, mientras este recogía la mesa. Sabía que debería estar ayudándole, pero él se había negado diciendo que si colocaba algo en un sitio que no era, iban a pensar que alguien había estado allí, puesto que todos ya se sabían de memoria cada pequeño recoveco de la cocina. Él no le había explicado que no quería que Kavita supiese que no había dejado a Ingrid, y que encima de todo eso, acababa de empezar una relación con ella. Y no. No se arrepentía.
Ingrid observaba su habitación, un ordenador apagado en un escritorio, donde residía su Iphone, sus cascos, sus collares de pinchos, y varios cuencos vacíos, que seguramente habrían sido de cerezas, junto al cartón de una pizza.
En el suelo había una pila de vaqueros sucios, situados en una esquina. Su chaquetón negro con la capucha cubierta de pelo estaba colgado en una de las perchas del armario, que se encontraba abierto. Las paredes estaban pintadas, con algunas fechas, frases en japonés… sus gafas de cristales violetas descansaban sobre su mesita de noche, junto a un móvil de aspecto más antiguo, que estaba enchufado a la corriente eléctrica por un cargador.
Sentándose sobre el borde de la cama, cogió el móvil y lo abrió. De fondo de pantalla aparecía una chica japonesa, con sonrisa alegre y que vestía con el mismo chaquetón que Gabriel, aunque no llevase la capucha puesta.
Gabriel acababa de entrar en su habitación y se había sentado detrás de ella, la abrazó por detrás y colocó su cabeza en su hombro.
-         Es mi prima.-oyó decir a Gabriel en su oído.- Se llama Natsumi.
-         Es muy guapa.-comentó ella a media voz, asombrada, devolviendo el móvil al lugar donde lo había encontrado.
-         Y una persona maravillosa.-añadió Gabriel, tras besar la mejilla de Ingrid.
Ingrid se dio la vuelta justo para quedar cara a cara con Gabriel, que comenzó a acariciar el pelo de ella.
-         ¿La echas de menos? –quiso saber Ingrid en ese momento.
-         A veces. Me he acostumbrado a su ausencia. No la veo desde hace más de un año. Está en un internado en Irlanda.
-         Oh. ¿Y eso?
-         Es inteligente. Y su padre quería sacar el mayor rendimiento de ella, o alejarla de mí. Una de dos.
-         Eso habría sido muy cruel por parte de tu tío.
Gabriel apretó los labios, incómodo.
-         Ya no me importa mucho el pasado.-comentó él, con un deje de tristeza en su voz. –Simple y sencillamente porque mi vida cambió. Y porque ahora lo más importante para mí, eres tú.
Se miraron a los ojos, e Ingrid sonrió antes de que Gabriel sellara sus labios con los suyos, al principio el beso fue tierno, efímero, pero luego la presión entre sus labios aumentó, convirtiéndose en un contacto cargado de ansiedad, voraz. Sus labios acariciaban los suyos a mayor velocidad, dejándose caer sobre la colcha, Ingrid había quedado tumbada, bajo el peso del cuerpo de Gabriel, que había comenzado a besar suavemente su cuello. Ella acarició su espalda, le revolvió el pelo mientras que sus labios volvían a unirse, y soltó un gemido de alarma cuando sintió las manos de Gabriel, deslizándose por debajo de su camisa, hasta que ella se incorporó un poco y terminó por quitársela, haciendo luego lo mismo con la de Gabriel.
Este le dedicó una sonrisa cargada de deseo, las piernas de Ingrid rodeaban la espalda del chico, sus manos acariciaron su torso, lentamente, y besó su hombro desnudo.
No quería que aquello acabase nunca, parecía estar sumida en un sueño, sin llegar a creerse que era real, que Gabriel estaba ahí, y era  suyo. Sonaba egoísta y lo sabía. Pero por primera vez en su vida tenía algo propio, algo que si había deseado verdaderamente.
-         Tú también eres lo mejor de mi vida.-dijo Gabriel tras interrumpir uno de sus besos, casi sin aliento.
Ella sonrió, rizando uno de sus mechones castaños entre sus dedos, para luego alcanzar su boca y besarle de nuevo. Nunca se cansaría de aquello, de aquellos labios que sabían a cigarros y cerezas. Un sabor para ella casi adictivo, parecía que nunca iban a parar, volviéndole un contacto más violento, impaciente y avaricioso, al borde de perder el control.
- Te quiero.-musitó ella en esos momentos, mientras Gabriel dejaba caer su pantalón al suelo. Él no contestó, simplemente volvió a abalanzarse sobre ella, quizás algo más agitado. A ella no le importaba no obtener respuesta, porque mirándolo al final de sus ojos veía ese: “Yo también” que colgaba de su lengua.
Hasta que Gabriel terminó por apagar la luz, antes de terminar por fin lo que Thomas interrumpió aquella noche, quizás esa era la última noche en la que los dos podrían escapar de la realidad. Ingrid mañana tendría que enfrentarse a sus padres, para no acabar encerrada en un convento para el resto de sus días, y Gabriel seguía sin saber lo que le ocurría, ni lo que era. Pero esa noche nada importaba, porque ambos flotaban en otra realidad, ajena a todo, nada importaba más que el uno al otro.