jueves, 25 de agosto de 2011

Capítulo 20. Sin rastro.


Ingrid llegó preocupada a su casa, no había encontrado a Gabriel en la cafetería. Y después de una larga búsqueda por todo el hospital, tras toparse con el doctor rubio de la otra vez, él de sonrisa amable y escalofriante,  le aclaró que a su amigo le había dado un ataque y había sido mandado a casa. ¿Otro ataque? Se preguntó Ingrid. Pobre Gabriel.
Cenar sin él, no había sido lo mismo, aburrido, soso, se sentía sola sin su presencia. Suspiró, acordándose de él, de él en el metro. De sus ojos, del calor de sus brazos, de aquel beso en su pelo…
Quería abrazarlo ahora, quería ir a ver si estaba bien, decirle que ella iba a estar ahí, que no se alejaría de su cama hasta que se recuperara, tal y como lo había echo en la pasada ocasión, cuando lo acogió en su casa. Pero no sabía donde vivía… entonces ¿Aquel doctor si que lo sabía? ¿Sabía donde se alojaban los demonios? Aquello se salía de lo raro. Se mordió el labio, preocupada. Al fin y al cabo no podía hacer nada. ¿Por qué tuvo que separarse de él? ¿Por qué?
Se dejó caer sobre la cama, abatida. Decidió despejar su mente, con lo cual tomó su cuadernillo, un lápiz y comenzó a dibujar. Media hora después comprobó que su cabeza no hacia más que darle vueltas a la misma cosa. Tan solo había que observar el retrato de Gabriel trazado a lápiz en su cuaderno. Resopló, frustrada.
¿Por qué no podía dejar de pensar en él? ¿Dejar de preocuparse?
Tumbada sobre su cama, permaneció observando el techo. Aún no se había puesto el pijama, y sentía demasiada pereza en esos momentos como para cambiarse. Pero iba a amargarse todavía más, si seguía ahí sin moverse. Con lo cual se levantó. Mientras sacaba su pijama de su armario, oyó la melodía de Cascada “Every time we touch”. Lo que indicaba que había recibido un SMS. Su teléfono móvil, vibraba sobre su escritorio, encima de su libro de química. Corrió a recogerlo. Tenía un mensaje de un número desconocido. Lo abrió sin dudar:
“¿No me llevarías lejos de mí? ¿Aunque solo fueran unos minutos? Eres la única que consigue sacarme de lo que soy. Y hacerme ver que hay algo más en mí. Gracias. Gabriel.”
Aunque fuera un tanto extraño aquel mensaje, Ingrid lo había entendido a la perfección. De una forma u otra insinuaba que ella era su salvación, lo único que lo alejaba de su mundo lleno de sangre y asesinatos. Suspiró, ello indicaba que estaba bien y al final había tenido la consideración de mandarle un mensaje. Sonrió, se sentía aliviada.
“¿Estás bien?” Fue la respuesta de ella.
La respuesta no se hizo de rogar, puesto que mientras que Ingrid se ponía sus pantalones de pijama, de nuevo estaba sonando aquella canción, avisándola del nuevo SMS.
“Hasta que no te vea de nuevo, no. Quiero verte”
Su corazón dio un vuelco, apresuradamente escribió su contestación.
“¿Puedes venir a verme?”
La respuesta fue inmediata.
“No. Nos vemos mañana.”
Hizo una mueca de extrañeza. Menuda bipolaridad repentina. En fin, estaba bien y aquello era lo que verdaderamente importaba. Podía dormir tranquila, sin saber lo verdaderamente equivocada que estaba.

Miró a su alrededor, y luego se miró a si misma. Vaqueros viejos, desgastados, su camiseta de mangas largas blanca, que le quedaba demasiado ancha y unas deportivas gastadas y ya anticuadas, de color celeste. Su pelo castaño claro, le caía sobre los hombros en ondas indomables, sucias y poco brillantes. Su rostro presentaba unas ojeras enfermizas. Parecía una psicópata. No tenía dinero, ni lugar donde ir. Ni recursos. No podía volver a casa. No sabía que podría encontrarse allí. Pero tampoco podía quedarse por mucho tiempo en el aeropuerto, viendo con impotencia lugares lejanos a los que podría escapar… claro, pero estaba arruinada. Tenía que hacer algo. Escapar no había sido fácil, pero ahora que era libre tenía que encontrarlo. Sacarlo de aquel mundo, en el cual su cobardía lo había sumergido dentro de un sitio al que ella no quería que perteneciera. Quería darle una buena vida, lejos de ellos. Lejos…
Pero no sabía donde estaba, no sabía donde encontrarlo. ¿Desde cuando no lo veía? ¿Desde hacia dos año? Pocas veces le dejaban visitarla, lo había visto aparecer a lo largo de los años, con su piel con marcas de nuevas palizas, cada año más mayor, ya no era un niño, ya no era su pequeño… pero su vida se balanceaba entre la confusión y el dolor; y ella no podía estar ahí para ayudarle. Lo había dejado solo…
Se sentía tan hundida, sentada en aquel banco, observando a la gente, cargando con equipajes, reencuentros familiares, sonrisas de alegría… Y ella ahí parada, observando aquellas escenas como si se encontrara en otro plano, contemplando otra realidad a través de un cristal.
Lo que ella no sabía es que muy pronto todo aquello acabaría.

Katerina aquel día estaba insoportable, e Ingrid no hacía más que pensar en Gabriel, no podía esperar para encontrarlo en el parque, sabía que iba a abrazarlo en cuanto lo viera. Hoy también tenía que tomar el metro, puesto que le había prometido a su hermano, Thomas, que le ayudaría a preparar la fiesta de la victoria, no era celebrada muchas veces puesto que esta era la primera vez que el equipo de baloncesto del instituto de su hermano ganaba la competición regional contra otros institutos. Su hermano pertenecía al equipo de baloncesto y llevaba desde ayer que llegó radiante y eufórico a su casa, anunciando la victoria. Seguro que aquello le resultaría a Gabriel más divertido que el hospital. Además, era un instituto únicamente masculino y estaría lleno de chicos.
Sin embargo su día no le salió tal y como esperaba. Primero, Katerina dijo que la acompañaría hasta su casa, porque tenía que hablar a solas con ella.
-         Bien, ¿De qué quieres hablar? –inquirió Ingrid, todavía perpleja ante aquella proposición.
-         Quiero saber si ya has pensado si vas a unirte a mí, y entrar en ese convento, conmigo.
Ingrid ni siquiera lo había hablado con sus padres, es más, había tenido otras cosas en que pensar… como… vale, había estado con Gabriel todo el tiempo.
-         Pues… no lo sé.-farfulló ella, y luego añadió, mintiendo.- Mis padres se lo siguen pensando.
-         ¿Ah si?
Ingrid asintió, intentando dar convicción. Katerina alzó las cejas, cosa que no le gustó nada a Ingrid.
-         Resulta que mi madre ha hablado con tus padres.
Ella paró en seco. La habían pillado.
-         ¿Y que han dicho ellos? –quiso saber
-         Pues les ha encantado la idea.- dijo. – Dicen que están de acuerdo, y que este sábado van a hablar contigo cuando lleguen a casa, y que lo más seguro es que para 2.012 a principios, ya hayamos ingresado.
Horrorizada se quedó paralizada, en medio de la acera.
-         ¿Qué?
-         ¿No te parece bien?
-         No… yo aún no estoy segura de querer llevar ese tipo de vida.
-         Ingrid, durante toda tu vida tus padres han tenido claro cual sería tu lugar, tienes un alma pura y una bondad sin límites que te hacen perfecta para el puesto.
-         No quiero. –cortó ella, con frialdad. Había bajado la cabeza, su pelo negro lacio y limpio le caía sobre los ojos y sus manos estaban contraídas en puños.
Katerina pareció comprenderlo todo.
-         No quieres… ¿O estás enamorada de Gabriel?
Ingrid alzó la cabeza, movida por un resorte. Ella no… eso no…
-         ¿Qué?
Su amiga suspiró, y explicó:
-         Os vi ayer. Lo vi. Todo.
-         ¿A qué te refieres?
-         Os estabais mirando. Él te miraba con tanta… adoración.
-         ¿Él?
-         Dios mío. ¿No lo notaste?
-         ¿El qué?
-         Oh, por favor. A Gabriel solo le faltó que se le cayera la baba.
-         Sigo sin entender…
-         Gabriel, tonta, Gabriel está enamorado de ti.
-         Ah, ¿eso? No, no.
-         Anda que no. ¿Y tú? ¿Tú le quieres?
-         Gabriel no está enamorado de mí.
-         Cabezota.-refunfuñó Katerina, se paró junto a un paso de cebra y dijo- ¿Vas a responder?
-         Él es solo mi amigo.-dijo.
-         Entonces, no hay problema. Además, acabo de recuperar mis impresiones sobre ti. Eres inteligente y una persona con un corazón demasiado bueno, como para perder el tiempo con chulos góticos de pacotilla. Porque ¿Qué tiene Gabriel de especial? Tiene rostro de chica, está demasiado pálido, tiene unas piernas demasiado femeninas, su peinado es… tan…, luego están esos ojos, dan miedo. Es un psicópata total.
-         No hables así de él. Su sonrisa no es fea, a mí me gusta. Tiene una cara preciosa, sí, sus rasgos son femeninos, y a la vez asiáticos. Sus ojos son de un celeste precioso. Sus ojos son lo más increíble que he visto…
Katerina frunció el ceño.
-         No niegues lo evidente.-dijo, para luego cruzar el paso de cebra y perderse en la calle de al lado.
E Ingrid se quedó ahí, perpleja.
Apenas almorzó. Se sentía mal, vacía al ver su futuro ya decidido sin su previa consulta, extendiéndose ante ella, aterrador. Suspiró, corrió hacia el parque, esperanzada. Tan solo quería verle, necesitaba verle. Y…
Cuando llegó allí, estaba vacío. No había nadie. Intentó relajarse, era temprano, había llegado antes de lo previsto y seguramente él estaba en camino. Se sentó en un banco a esperar, con su mano sujetando su rostro. Media hora después, mientras que Gabriel se ausentaba, su móvil vibró, sonando aquel politono de la canción de Casada. Apresurada y segura de que era Gabriel respondió a la llamada.
-         ¿Sí?
-         ¿Ingrid? ¡Se puede saber donde estás! ¡Tardas mucho! –era la voz de Thomas.
La desilusión la sacudió, e hizo una mueca.
-         Espero a Gabriel.
-         ¿Quedaste de nuevo con él?
-         Eh… hoy no. Pero siempre quedamos aquí.
-         Si no has quedado con él, no esperes que vaya a buscarte. Seguro que él tiene cosas más importantes que hacer que pasar tiempo con una chica como tú. Ahora, ven aquí y haz algo por el bien mundial.
Ingrid resopló, las palabras de Thomas habían dejado mella en su interior. Sentía las lágrimas deslizarse sobre sus mejillas calientes, por su enfado. ¿Si quería verla porque no estaba allí? ¿Por qué? ¿Estaría de nuevo con la otra?
Aquel viaje en metro no tenía ni comparación con el otro. El vagón estaba casi vacío, y encontró un asiento libre con demasiada facilidad. Poca gente entraba y salía. Estaba sola, sin él. Y lo echaba de menos. Su sonrisa, aquella media sonrisa, que a veces llegaba a sonrisa completa. Se lo imaginó junto a ella, vestido con unos pitillos negros agujereados, su chaqueta de cuero que le quedaba algo ancha, cruzado de piernas, mirando a la gente con aquella expresión indescifrable en su rostro, pálido, sus ojos muy abiertos, celestes, rodeados por unas pestañas gruesas y oscuras, como si se las hubiera cubierto de rimel, su flequillo marrón claro cayéndole sobre su frente, más largo por la parte derecha, que por la izquierda, y su boca, de labios quizá demasiado carnosos, dándole un aire femenino, curvados en una mueca extraña y enigmática. Sin embargo, sonreiría cuando la mirara. Quizás rizaría uno de sus mechones, haría un chiste sobre aquel hombre de enfrente que daba cabezadas en su asiento… o le preguntaría como le había ido él día. “¿Eres feliz?” Le preguntaba todos los días. Su respuesta siempre era afirmativa, pero sin duda le faltaría ese: Contigo sí.
Cerró los puños. Temía sentirse vacía de nuevo, encerrada en aquel mundo donde todos decidían sobre su futuro, le decían como debía ser, lo que hacer, lo que era correcto. Nadie nunca se molestó en pensar si ella era feliz. Si ella quería algo. Nadie era capaz de llenarla tanto con una simple mirada. Pateó el suelo, con rabia, a la vez que las puertas del vagón se abrían y alguien entraba en su interior.
Se había apoyado en una de esas vigas verticales de hierro, quedando de pie, a pesar de que había asientos libres de sobra.
Ingrid lo observó. Era un chico. Un poco más mayor que ella. Era alto, altísimo. Iba vestido con una camiseta de mangas cortas a pesar de que aún hacia frío, ajustada, negra, y unos pantalones de chándal, con un par de rayas blancas a los laterales. Sus deportivas contenían estrellas rojas. Su pelo era rubio, y le caía largo, por debajo de los hombros, lacio, a ambos lados de la cabeza. Su rostro era hermoso, sin duda. Masculino, pómulos prominentes, barbilla en forma de pico, nariz recta, ojos grises, como un día de lluvia. Su postura estaba llena de altanería, con sus brazos musculosos, pero no demasiado para resultar desagradables, cruzados sobre su pecho, que se le veía tonificado bajo aquella ajustada camiseta, más que los de Gabriel. Sería perfecto, si no fuera por aquel deje arrogante que presentaba su boca, y que detrás de su mirada se leía el desprecio.  Como si supiera que lo estaba observando, giró su cabeza y sus ojos se encontraron con los suyos. Una sonrisa pedante y algo sardónica creció en su cara, mientras él la examinaba a ella, tal y como la chica lo había echo hace unos minutos. De repente, antes de que ella se diese cuenta, él se había sentado a su lado.
-         Hola ¿Vas a al instituto masculino Red Waterfalls? –dijo, a modo de saludo.
Desconcertada, asintió.
-         ¿Cómo lo sabes?
Sonrió de nuevo, mostrando sus dientes.
-         Intuición.-se encogió de hombros, acomodándose en el asiento.- Y dime ¿Vienes a ayudar o solo a la fiesta de esta noche?
-         Creo que solo a la primera.
Arqueó sus rubias cejas e inquirió.
-         ¿Vas a perderte lo que has preparado? Menuda pérdida de tiempo ¿no?
Era absolutamente pedante, pero parecía intentar resultarle agradable.
-         No lo sé. Hoy no sé nada. –dijo ella, con cierta exasperación.
-         Pues quédate.-terminó él. –Será divertido.
-         Haré lo que yo decida.-masculló ella, enfadada. –Es mi vida, y aquí las normas las pongo yo.
No quería ser tan brusca, pero de nuevo estaba perdiendo todo aquello que quería, su apacible rutina se estaba desmoronando a causa de que de nuevo alguien había decidido cambiar el curso de su vida, sin importarle o no que a ella le importara, o las repercusiones desfavorables que pudiera tener para ella.
Él, en cambio, la miró, más atentamente, con una mezcla de interés, fascinación y perplejidad.
-         Menudo carácter. –comentó y luego añadió.-Pero voy a apuntarme esa frase.
-         Normalmente no suelo ser así. Pero es lo que suele pasar cuando no te tienen en cuenta para algo que te afecta. ¿Por qué siempre acaba una haciendo lo que los demás quieren?
Él, con los codos flexionados por detrás de su cabeza, piernas estiradas, sentado con de forma relajada, explicó:
-         Porque en esta vida están los llamados “seres superiores” que son los que deciden tu futuro. Al fin y al cabo fuiste creado por ellos. Están ahí para guiarte a la victoria… Bueno, la mayoría.
“Seres superiores” vaya forma más rara con la que referirse a los padres.
-         ¿Y quién les ha dado a ellos el poder de hacer eso? ¿Qué pasa? ¿Yo misma no puedo saber que es lo bueno para mí? ¡¿Es que mi opinión nunca cuenta?!
Él apretó los labios, y entrecerró los ojos, meditando sobre las furiosas palabras de la chica, cuando por fin, ambos llegaron a su parada.
Ingrid bajó seguida de aquel misterioso chico, que no había seguido la conversación.
-         ¿Eres inconformista o qué?
-         No sé.
-         Ah, olvidaba que hoy no sabes nada.
-         Cierto.-masculló.- Y yo acabo de aprender que tú no tienes mucha memoria.
Estaba siendo desagradable, demasiado desagradable. Pero no podía evitarlo, se sentía demasiado furiosa.
Él la miró sorprendido.
-         No se te escapa ni una-dijo, mientras caminaban por los jardines del patio principal del edificio estudiantil. –Puedes sentirte orgullosa de creer conocer una de mis muchas facetas. La cual no es cierta. Yo nunca olvido una cara. Y me he quedado con la tuya.
-         ¿Esto es un tipo de amenaza?
-         Al contrario. Deberías de sentirte alagada.
-         Lo siento, hoy no sé como sentirme.
Él refunfuñó algo por bajo. Mientras, Ingrid era consciente de que todos los estaban mirando, las chicas parecían tener intenciones de agredirla y los chicos reían y comentaban entre sus compañeros con sonrisas bobaliconas.
-         ¿Difícil de contentar eh? –dijo él entonces.
-         Hoy sí.
-         ¿Puedo saber el motivo?
-         No.
-         ¿Por?
-         Es parte de mi vida privada.
-         ¿Tienes vida privada?
-         Todo el mundo la tiene. Y yo no iba a ser menos.
Y en medio de aquel tira y afloja, que no dejaba de ser entre amistoso y peligroso, apareció Thomas.
- ¿Ingrid?
Ella frunció el ceño.
-         Sí, he tardado, pero ya estoy aquí. ¿Contento?
-         ¿Qué insecto te ha picado hoy?
-         El del enfado.-gruñó ella.
-         Pues llama al abejorro de la felicidad. –bromeó él.
-         Su móvil no está disponible en estos momentos.-dijo imitando la voz de la teleoperadora del servicio telefónico.
Thomas cayó en la cuenta de que se refería a Gabriel, por lo cual decidió cambiar de tema, mientras el chico rubio los miraba, bueno, la miraba a ella.
-         Lo importante es que estés aquí.
-         Y que te quedes a la fiesta.-agregó el chico, guiñándole un ojo.
-         Así que os conocéis ¿eh? –dijo Thomas
-         Desde hace unos minutos.-explicó Ingrid.
-         Aunque tu amiga no me ha dicho ni siquiera su nombre.
-         Es mi hermana. –corrigió él.- Bueno, eso tiene arreglo. Yo os presento. Ingrid, él es Trevor, jugador base del equipo de baloncesto. Gracias a él hemos ganado el campeonato. Y Trevor, ella es mi hermana, Ingrid. Voluntaria en casi todos los centros de caridad de la ciudad.
Trevor arqueó las cejas, esperando verla emocionada al darse cuenta de que había conocido a alguien importante y popular en el instituto, pero su reacción fueron tan solo una vaga sonrisa que se instaló en su cara, un gesto de despedida, y se alejó de él, junto a Thomas, como si Trevor no fuese nada del otro mundo.
-         Curiosa chica.-se dijo Trevor, acariciando su barbilla.
A lo largo del día el humor de Ingrid no varió mucho, una mezcla de extrañeza y enfado. Le esperaba una buena discusión ese sábado. Y por nada del mundo quería tenerla. Era otra de las decisiones que tendría que acatar sin protestar. Como si su vida no fuese suya.
Ayudó mucho, y se dio cuenta de que Trevor buscaba cualquier excusa para poder acercarse a ella, a charlar, a ayudarla a cargar con decorados. No lo entendía. Se sentía confusa y no hacía más que llamar al número de Gabriel, pero él no respondía a sus llamadas. Se sentía ignorada y traicionada. Fue un día agotador, preparando sándwiches y transportando decorados, colgando pancartas. Y sin la compañía de él. Parecía una chica obsesiva, y ella no lo era. Estaba atardeciendo, la fiesta empezaba dentro de una hora y media, Thomas, regresaba a casa, debido a que tenía que cambiarse mientras que Ingrid iba con la incertidumbre de quedarse en casa o ir con Thomas a la fiesta, una fiesta llena de chicos… 

lunes, 22 de agosto de 2011

Capítulo 19. El pasado que dejaste atrás te encontrará.


Antes de nada, me gustaría agradeceros las 1.000 visitas a las que este blog llegó anoche. Muchas gracias a todos los que siguen esta historia. Bueno, ya no digo más, aquí os dejo el capítulo.^^ 


Mientras tanto Ingrid se encontraba en el recreo, estaba sentada en un banco, con un cuaderno de dibujo en su regazo, y sosteniendo un lápiz en sus manos. Ella no solía estar muy acompañada allí en su instituto así que pasaba los ratos libres dibujando en aquel cuaderno, desde muy pequeña le había encantado dibujar y disfrutaba con ello. Normalmente pintaba paisajes, reales o sacados de su imaginación, retrataba al instituto, o a alumnos que le pedían que dibujara retratos suyos, pero últimamente la temática de sus dibujos había cambiado. Casi solas, empezaron dibujando ángeles, con alas enormes y con el mismo porte majestuoso que el ángel que la marcó a ella. Pasando los días, demonios también comenzaron a aparecer entre las páginas de su cuaderno, aquel día estaba dibujando algo completamente distinto a las poses desafiantes que solía dibujar entre los ángeles y demonios. Hoy…
En ese momento Katerina apareció frente a ella, y miró con ojo crítico su dibujo, una mueca de disgusto se extendió por su cara.
-         ¿Qué clase de dibujo es ese? –quiso saber.
-         Esto…
-         ¿Qué hace un ángel besando a un demonio?
-         Pues…
-         Menuda imaginación que tienes. Los ángeles no tienen tratos con demonios, ellos son puros e intentan alejar a los humanos de mal camino, el cual trazan los demonios…
-         No tiene por qué ser así…-negó ella, cerrando el cuaderno, azorada.
Katerina rodó los ojos, exasperada.
-         Como gustes.- refunfuñó, con los brazos como jarras, luego añadió.- ¿Hoy nos veremos en ese hospital de las afueras no?
Ingrid asintió, despacio.
-         Supongo que sí.
-         Bien.-sonrió ella, pero luego, su sonrisa desapareció y frunciendo el ceño preguntó.- ¿Irá Gabriel contigo?
-         ¿Por qué lo preguntas?
-         Porque me han dicho que te suele acompañar allá a donde vas.
-         Ah, si… es cierto.
-         ¿Estás tratando de hacerlo voluntario como nosotras?
¿Cómo iba a explicarle a Katerina que sentía la urgente necesidad de estar con él? Estuviese donde estuviese, que dejaba de sentirse sola e incomprendida cuando sentía su presencia, que se había echo tan… imprescindible…
-         Además.-siguió la chica.- Él no tiene pinta de ser muy buena persona que digamos, ni estar por la causa.
-         Es un sol. –terció ella.
-         Un sol oscuro.-gruñó Katerina, sombría. –No deberías pensar en chicos cuando pronto entraremos en un convento. Y menos chicos como él, tan oscuros… y con ese aspecto tan andrógino. Tiene unos ojos tan inhumanos. Me da escalofríos.
-         Eso es porque tú no sabes ver a través de él. Es mucho más de lo que tú piensas. Por otro lado, no estoy muy segura de si voy a ir contigo o no…
Katerina se quedó callada, bajó la cabeza, pensativa y se miró sus zapatos perfectamente limpios.
-         Ya nos veremos.-dijo.


Se había comprado el Iphone tal y como había pensado, pero no pudo evitar entrar en una tienda de aspecto tétrico, donde se llevó todo lo que tuviera pinchos. Un collar de perro, un cinturón y pulseras de pinchos de plata, además de unos enormes cascos, negros y con estrellas rojas en la parte que cubría sus orejas. Cuando Ingrid llegó al lugar acordado, sonriente, después de intercambiar sus típicos saludos, el de ella todavía era un poco tímido, mientras que el del joven era resuelto, sin ocultar la alegría que sentía cada vez que la veía. La muchacha ladeó la cabeza al observar la nueva indumentaria de su amigo, alrededor de su cuello se encontraba el collar de perro, mientras que sus orejas estaban cubiertas por unos grandes auriculares negros, con estrellas rojas.
-         ¿Puedes oírme con eso? –señaló los cascos, divertida.
Gabriel asintió, sonriente y en ese mismo instante sacó algo de su bolsillo, un Iphone.
-         ¿Me das tu número? –quiso saber.
-         ¿Mi número?
-         Sí.- Gabriel alzó el objeto, mostrándoselo.-Más que nada lo he comprado para escuchar música y entretenerme con los juegos que tiene… pero…por si alguna vez pasa algo, para que podamos seguir manteniéndonos en contacto.
-         Oh, no seas melodramático.-sonrió ella, brindándole aquella calma, que ahora era como su droga. Gabriel se veía incapaz de enfrentarse al día a día sin al menos ver aquella sonrisa, sin verla a ella. Inconcientemente le dedicó una sonrisilla, mientras ella le arrebataba suavemente el teléfono de las manos y ella misma marcaba su número y se agregaba a sí misma como contacto.
-         No suelo usar mucho el móvil.-admitió, devolviéndole el Iphone.- Tan solo lo uso para hablar con mis padres, otras para localizar a Thomas…así que ahora que tienes un móvil, ¿Me mandarás un mensaje al menos?
Gabriel rió, levemente.
-         Oye, no te rías, que verdaderamente me hace ilusión.
-         ¿No te han mandado nunca un mensaje?
-         No una persona especial.-respondió ella, mirándole con cariño.
-         Ingrid, si te digo que te voy a mandar un SMS se le quita la magia al asunto.-bromeó él.
Ella bufó.
-         Eso significa que hoy cuando tú te vayas a donde sea que vivas, vas a caer como un tronco en tu cama y no me vas a mandar nada. –refunfuñó, divertida. –Flojo.
-         ¡Eh! –se quejó él. –Así se me reducen las ganas de mandarte nada.
Ella puso los ojos en blanco.
-         Vale, tú ganas.
Gabriel pegó un puñetazo al aire, en señal de victoria, y cuando se volvió para mirarla, ella, con los brazos como jarras, y una radiante sonrisa le dijo:
-         Hoy vamos a un hospital.
-         Precioso lugar. Perfecto para un picnic.-dijo con sorna. - ¿Queda muy lejos?
-         Está en la otra punta de Praga.
-         ¿Qué? ¿Harás que tenga que ir a por mi moto y te lleve? Como ya has descubierto soy flojo.
-         No, listo, no. Iremos como las personas normales, en metro.
-         ¿Metro?
Ella rebuscó en uno de sus bolsillos, y le mostró los tickets.
-         Tengo de sobra. Thomas compra demasiados y los pierde por la casa. Estos estaban en una caja vacía de galletas.
Gabriel rió, y ambos se pusieron en marcha.
El metro estaba a rebosar de gente, de todos los tamaños, colores y vestidos de una manera distinta. El joven no hacía más que mirar a todos sitios, olía un poco mal ahí dentro, y apenas se podía caminar por la muchedumbre. Ingrid se orientaba con facilidad a través de los túneles subterráneos, y antes de que Gabriel se diese cuenta ya habían motado en uno de los vagones del metro. Todos estaban a más no poder de gente, con lo cual no encontraron asiento. Gabriel halló lugar al fondo del vagón, en una esquina, donde se agarró a una de esas vigas de metal. El metro se puso en marcha, e Ingrid por poco no pierde el equilibrio, y se choca con un hombre bastante mayor y cara de malas pulgas.
-         Ven.-dijo Gabriel, agarrando su brazo, y atrayéndola hacia él.- Agárrate a mí.
Un poco ruborizada se pegó a él, sintió el brazo de Gabriel rodeándole la espalda, y su mano se posó en su cintura. Durante las tres primeras paradas, estuvieron haciendo bromas, y observando a la gente que entraba y salía del vagón. En la cuarta parada entró una enorme muchedumbre de gente, llenado aún más el lugar y haciendo que Ingrid tuviera que pegarse más a su amigo. Estaba tan cerca de él, que podía sentir su respiración, la barbilla de Gabriel rozaba su frente, y una de sus manos estaba deslizándose por su pelo. Ella quiso decir algo en ese momento, le miró, y los ojos de él la correspondieron. Quería decir algo… quería… pero ya era demasiado tarde, se había perdido en sus ojos, sentía la mano de Gabriel, acariciando su mejilla, con suavidad. Él también la estaba mirando, con una mezcla de tristeza y adoración. Y entonces Ingrid fue consciente de que no quería romper aquel trance en cual ambos habían quedado atrapados, no le molestaba aquel silencio, se sentía bien ahí. Todo lo que quería, lo tenía allí, en sus brazos. Así que cerró los ojos y enterró su cabeza en el pecho de Gabriel, fundiéndose ambos en un abrazo, Gabriel besó su pelo. De nuevo el metro paró, y su parada fue tan brusca, que los dos por poco no pierden en equilibrio. Gabriel la tomó por la cintura, mientras reían.
Y en ese momento, algo resquebrajó aquel ambiente romántico de los dos jóvenes, era una voz conocida.
- Ingrid, la parada del hospital es esta.
La aludida se separó en ese momento de Gabriel, aturdida, observó a Katerina, que estaba fulminando a su amigo con la mirada, mientras que este acababa de darse cuenta de que tenía razón.
Rápidamente empujó a Ingrid, con suavidad afuera, junto a Katerina, justo antes de que las puertas se cerraran. Gabriel resopló, quería regresar en el tiempo… y volver a estar en el tren, abrazado a Ingrid.
-         Vamos, Gabriel.-lo llamó ella, que ya había seguido hacia delante con Katerina, que la estaba regañando por su falta de atención.
Este no tardó en ponerse a su lado, y de mala gana escuchó a Katerina, chica que cada día le caía peor, se cruzó de brazos, a la vez que caminaban. Salieron a la superficie y la luz del día acarició la piel de los tres jóvenes, calle arriba se podía observar el edificio del hospital, blanco y con decenas de ambulancias aparcadas en sus puertas.
-         ¿Dónde vas a quedarte tú, mientras nosotras ayudamos? –quiso saber Katerina, mirando al muchacho con una mueca de desdén.
-         No sé, supongo que me sentaré en uno de los bancos de la entrada…
-         O puedes quedarte en la cafetería, a las seis y media paramos para merendar. –propuso Ingrid.- También hay periódicos y revistas que se pueden coger gratis allí.
-         Mejor eso.-se decidió Gabriel.
-         Vas a pasar una tarde realmente aburrida, Gabriel.- Agregó Katerina, dejando claro que su presencia en el hospital no le hacia gracia.- ¿Por qué no mejor te vas a hacer algo que se te de bien? Algo como fumar, robar de los puestos callejeros… o vagabundear por la calle ¿No tienes casa propia?
-         La tengo. Y seguro que es más grande que la tuya.-gruñó Gabriel.
Ingrid frunció el ceño, Katerina estaba siendo demasiado brusca con Gabriel.
-         Vale ya. –pidió Ingrid.
Gabriel reprimió un: “Ha empezado ella”, sonaría demasiado infantil. Lo dicho, las dos chicas se fueron, Ingrid le palmeó la espalda y con una sonrisa le dijo:
-         Nos vemos luego. Espérame aquí ¿vale?
El joven asintió, le guiñó un ojo y se cruzó de piernas en aquella silla, pidió un café y cogió una revista de música. No le gustaba aquel lugar, donde había tanta desesperación y el olor a muerte lo inundaba todo. Parecía extraño que siendo asesino detestara aquel lugar. Nunca le habían gustado los hospitales. De pequeño, había pisado demasiadas veces el suelo de un hospital, inconcientemente acarició las marcas moradas de su muñeca, recordando estar sentado en aquel taxi, llorando sobre el regazo de su madre, camino hacia el hospital, porque había sufrido un ataque y había chillado y llorado tanto, que el jaleo había echo endurecer a su padre. Que “tomó medidas” para callarlo. Medidas demasiado dolorosas, que la mayoría de las veces consistían en brutales palizas. No quería recordar aquellas palizas, no quería estar continuamente perseguido por su pasado. No podía continuar lamentándose por su infancia de pesadilla. Nunca volvería a ver a su padre, él estaba lejos, en Tokio, en Japón. Viendo absurdos programas de televisión, fumando de su pipa y ganando dinero de la forma más honrada hasta ahora: alquilando su habitación. Además, no recibía palizas de su padre desde que tenía catorce años, ahora tan solo existía una latente indiferencia entre ambos. Y en ese momento, Gabriel se preguntó: ¿Habría leído sus pintadas? ¿Aquella frase? Habría pintado la habitación sin percatarse en aquellas tonterías que su hijo escribía. Entre ellas estaban las fechas en las que él podía ir a ver a su madre al manicomio, la fecha de su cumpleaños, la fecha del día en que su prima se marchó a Irlanda y se quedó prácticamente solo. Muchas fechas, días más lamentables que los demás, dentro de su oscura y torcida rutina.
Cabreado, apretó las hojas de la revista en sus dedos. Justo cuando la camarera le dejaba el café sobre la mesa. Dio un sorbo. Sabía fatal, seguro que era de máquina. Además, no estaba lo suficientemente caliente. Resopló. ¿Por qué Ingrid se había ido y lo había dejado ahí solo? Pensó, abatido. Sabía que tenía que comprenderla, ella era lo que era y su misión era más importante que sus problemas y su traumático pasado… pero por otro lado, le gustaría permanecer por siempre en aquel estado de felicidad absoluta, cuando había estado a solas con Ingrid en el metro. Suspiró de nuevo, otro sorbo a su café, mientras ojeaba la noticia de una nueva gira de Lady GaGa. Hizo una mueca de asco al ver una entrevista de Justin Bieber al pasar de página.
-         Pero si canta como una nena.-Pensó, pasando de página de nuevo; arqueó las cejas, al ver un reportaje de la ropa que usaba Hannah Montana o Miley Cyrus… como quisiese que se llamara. – Pero ¿Dónde quedó la buena música? Que pena de generación.
Cerró la revista, frustrado. El tiempo pasaba lentamente y tras media hora de dar mini-sorbos al café, que lentamente se iba enfriando sobre la mesa de plástico de aquella cafetería. Sí, Katerina tenía razón. Estaba aburrido y las imágenes de sus otras visitas a un hospital se arrastraban a lo largo de su mente, recuerdos que había enterrado tiempo atrás salían a flote y poco a poco se iba sintiendo cada vez más decadente.
Cuando se levantó, era consciente de que aún faltaba más de una hora para que Ingrid llegara a merendar junto a él, y con la irritante presencia de Katerina, salió de la cafetería sin pagar, y se internó por los pasillos, dispuesto a encontrar a Ingrid. Sabía que era un comportamiento egoísta e infantil. Pero iba a volverse loco si permanecía por más tiempo solo, sin tener nada que hacer allí sentando, observando con la mirada pérdida el vago movimiento de las agujas del reloj.
En el pasillo solo se oían carreras, llantos, familias desesperadas, rotas por una muerte repentina, el fin de una larga y dolorosa enfermedad, el cuerpo frío de un ser querido que yacía en alguna de esas camillas. Sintió escalofríos.
Estaba viéndose a si mismo, en una de esas camillas, un doctor que le decía a su madre que sollozaba: Ha perdido mucha sangre ¿Cómo se ha hecho eso? Es una herida profunda.
Su madre nunca tuvo la valentía suficiente como para decir quién era la persona que maltrataba a su pequeño. ¿Por qué no podía dejar de recordar? ¿Por qué?
Soltó aire. ¿Dónde estaba Ingrid? Todo se estaba volviendo tan confuso, la gente pasaba por su lado, corriendo, gritando, con prisas, con el sufrimiento reflejado en sus cansados rostros. Y Gabriel se sentía perdido.
-         Ingrid…-musitó, deteniéndose entre una muchedumbre de médicos que corrían hacia una de las salas.
Y entonces lo oyó:
- Gabriel.
Sintió un escalofrío, le sonaba esa voz, era a la vez tan familiar y atemorizante.
-         Gabriel.-repitió aquella voz.
-         ¿Quién eres? –dijo a media voz, mirando a todos sitios, sin encontrar nada sospechoso.
-         Gabriel.
De nuevo, estaba ahí, persistente. ¿De quién ere esa voz? Era tan familiar, tan cercana.
-         Gabriel.
Sintió miedo, la alarma corriendo por sus venas- Tenía que huir, correr lejos, alejarse todo lo posible de aquella voz, que escondía algo peligroso.
-         Gabriel.
Echó a correr, presa del pánico, las piernas le temblaban por el miedo que hacía latir su corazón a más velocidad. Nadie parecía percatarse del peligro, de aquello que se escondía en la oscuridad. Todos tan centrados en sus propios problemas… ¿Nadie lo oía? Estaba ahí, él sabía que estaba ahí.
-         Gabriel.
Y en ese momento algo apareció en frente de él. Una figura familiar, una figura que estaba presente en todas sus peores pesadillas. Su fría e inhumana sonrisa, congeló a Gabriel en el sitio. Sus pupilas se empequeñecieron y observaron sobrecogido y totalmente paralizado a la persona que tenía ante sus narices. Tan real como el oxígeno que entraba por sus pulmones.
- ¿Papá? –tartamudeó.
Este ladeó la cabeza, mientras sonreía enseñando sus dientes, se veían más amarillos de lo que él recordaba, sus ojos tan solo eran dos finas y oscuras líneas. Parecía drogado. Su cuerpo caía hacía un lado, sus manos colgando sin vida hacia delante, rodillas vagamente flexionadas. Lo estaba mirando a él. Su piel presentaba unas extrañas grietas, y su cuerpo desprendía un horrible hedor a podrido.
Retrocedió.
-         ¿A dónde crees que vas, hijo mío? –su voz había sonado ronca, hablando en un perfecto japonés.
Gabriel temblaba. ¿Qué hacía él ahí?
-         ¡Cállate! –chilló.
-         Ven aquí, hijo.- susurró el Sr. Hatsuke.
-         ¡Aléjate de mí! –bramó Gabriel, corriendo a toda velocidad, chocándose con gente, y haciéndose paso como podía.
La gente lo miraba indiferente, algunos lo veían como un psicópata, todos tan metidos en sus propios problemas... Gabriel se sentía atrapado, retenido. Sin escapatoria. Su vista se dividió y a turnos observaba los pasillos del hospital, y otras veces se veía a sí mismo tratando de escapar de la ira de su padre en su casa de Tokio. Las losas blancas del hospital, se transformaban en la vieja y desgastada madera que chirriaba, las paredes blancas, se convertían en esas sucias de papel, las lámparas de luz blanca que lo alumbraban, se trasformaban en la tenue luz amarilla de su casa.
Su padre estaba corriendo a una velocidad sorprendente. Sorteando a las personas con las que se cruzaba con una agilidad sobrenatural. ¿Qué estaba ocurriendo?
-         ¡Ingrid! –chilló él, con todo el aire de sus pulmones.
Sus piernas fallaron, y cayó. Golpeándose, estrellándose contra las frías losas del suelo. Intentó incorporarse, pero cuando estaba ya de rodillas, sintió las manos de su padre sobre su cara. Clavó sus uñas en sus mejillas, y Gabriel chilló, pidió auxilio. Nadie parecía oírlo. De nuevo nadie estaba ahí para salvarlo. Nadie vendría, a rescatarlo. Ni siquiera su madre…
-         Déjame ir… papá… por favor…
Oyó como se reía, burlándose de su debilidad. Él, un asesino, tenía miedo de su propio padre. Apenas podía moverse, paralítico por su temor. Las manos de su padre estaban pringosas y sudorosas, y podía oír el crujido de su piel agrietándose lentamente.
-         Papá… déjame…-suplicó, cerrando los ojos con fuerza, deseando que aquella tortura terminaba de una vez. Lamentando no poder morir en paz cuando tuvo oportunidad. –Papá…
Todo se hizo confuso, su cuerpo ahora era ligero, no quería abrir los ojos, no quería enfrentarse a la realidad, sentía lágrimas acumulándose en sus ojos. ¿Iba a morir? ¿Sería maltratado? ¿Recibiría otra de aquellas palizas? ¿Cómo había podido encontrarlo? ¿Cómo…?
Parecía estar en una asfixiante nube, que le impedía moverse, parecía flotar, sus piernas ya no sentían el duro suelo. Oía voces, distorsionadas, risas que se mezclaban entre otras, meciéndose entre la incomprensión, mantuvo los ojos cerrados, hasta que no pudo más, la incertidumbre de sentirse tan vacío lo estaba matando. Tenía que ver lo que ocurría.
La realidad, la dura y cruda realidad golpearon sus ojos. Alguien acababa de sentarlo en una camilla, y lo estaba sosteniendo firmemente sentado, evitando que su cuerpo, tembloroso y sudoroso cayera hacia atrás. Hacía demasiado calor, como si estuviera invadido por una fiebre altísima. Trató de respirar, pero el aire se negaba a penetrar en sus pulmones.
-         Gabriel.-aliviado, comprobó que aquella voz era distinta. – Gabriel, cálmate. Tienes un…
Sintió espasmos de dolor, rápidos, fuertes descargas eléctricas, aquellas miles de agujas clavadas en su cuerpo, cristales rotos corriendo por sus venas, insectos pululando por debajo de su piel, algo en su interior clamaba salir, ser libre… y él todavía no comprendía aquella extraña situación.
-         Ataque.-completó el doctor.
Gabriel se echó hacia delante, encogido sobre si mismo, su boca se abrió, gimió lleno de dolor, mientras lágrimas corrían por sus mejillas. Gritó. Quería morir, solo quería morir en aquel instante. Aunque sabía que ahora, aún así no escaparía de aquello. Y entonces sintió aquella aguja rompiendo su piel, su cura estaba siendo inyectada en sus venas, y todo de repente se paró, mientras su consciencia se esfumaba, cayendo en un oscuro pozo.