sábado, 23 de julio de 2011

Capítulo 6. Segundas intenciones.

        - Ahora no.-suplicó por bajo, de nuevo.- Ahora no...  
Ya sabía que no podía hacer nada, no iba a ser diferente. Nunca lo era. 
Las piernas le flanquearon, y sin poder evitarlo cayó mostrado de rodillas al suelo. Otra vez estaba ahí, recorriéndole cada palmo de su ser, un dolor tan intenso como si millones de insectos pulularan por debajo de su piel, como si de repente millones de agujas hubieran sido clavadas por cada escondido recoveco de su cuerpo, una ardiente sensación, que se apoderaba de él con una vertiginosa y confusa rapidez. Plenamente rendido, acabó cayendo al suelo, y golpeándose fuertemente la cabeza. Acto seguido intentó arrastrarse hasta su cama, pero el suelo parecía haberse convertido en pila de cristales rotos, cada mínimo movimiento que hiciera escocía, hacía que su piel ardiera, pero aquella vez no sufriría sobre el suelo. Tenía que llegar hasta su cama, fuera como fuese. El dolor se intensificó, un frío sudor comenzó a perlar su frente, ya había alcanzado la cama, tiró de su cuerpo a duras penas, reprimiendo su loco deseo por chillar y liberar algo de dolor acumulado. En cambio no lo hizo, no había pasado todos aquellos años de su vida entrenándose a si mismo para sufrir su condena en silencio para ahora tirar todo aquel autocontrol conseguido por la borda; con lo cual no tuvo otra opción que morderse el labio inferior. Y en ese momento, lleno de pánico la voz de su tío acudió a su mente, con terrorífica claridad:
-         Tu “supuesta enfermedad mental” no demostrada, no va a sacarte de aquí en esta ocasión. Estás solo.
¿Supuesta? Quería reír histérico.
Mírame ahora, tío. Mírame y dime si de verdad no estoy enfermo. Lo estoy desde que nací, mi madre estaba enferma y de ella heredé esta maldición. Pero nadie nunca ha hecho nada por intentar remediarlo, iba pensando mientras se retorcía por las sucias losas de aquella habitación.
Su cuerpo se desplomó contra el colchón, había tirado todas sus sabanas al suelo, en un intento desesperado de agarrarse a ella, para alcanzar la cama con mayor facilidad. Podía saborear la sangre corriendo por su labio inferior, derramándose por su barbilla y manchando su almohada. En cuestión de segundos estaba ahogándose en su propio llanto, mientras que sentía su blusa pegada a su pecho, a causa de aquella hemorragia de sudor que salía a través de todos y cada uno de los poros de su piel.
Estar allí de nuevo, tumbado sobre su cama le hacía recordar, todas las recaídas anteriores. Desde que tenía recuerdos sufría ataques de este tipo, desde su más “tierna” infancia había sufrido aquel calvario. Su madre era igual que él, y además, cuando todavía vivía con él, había observado aterrorizado los espasmos de su madre, sus chillidos que habían echo retumbar las paredes de su casa, mientras que su padre estaba en el salón, con la televisión a todo volumen para no oír como su mujer sufría. Recordaba que cuando su madre lo miraba, solía hacerlo mientras lloraba, Gabriel nunca entendió aquello hasta que pocos días antes de que se llevaran a su madre hacia el centro psiquiátrico, ella le había dedicada el más corto y triste discurso, que siempre quedaría grabado en su memoria:
“Cuando supe que iba a tenerte, me pasé todo el tiempo suplicando que nacieras sano. Parece que fue en vano: eres....”
Gabriela Navarro, su madre, nunca continuó aquel discurso, pues se echó a llorar y le pidió por favor que se marchara. Días después la ingresaron a la fuerza en un psiquiátrico, tras haber recibido numerosas quejas por parte de su padre.
Los recuerdos del pasado seguían asaltando su mente, haciéndole sangrar por dentro. Había sufrido tanto a causa de su enfermedad, había pasado tantos días encerrado en su habitación, presa de su propio dolor, sin poder hacer otra cosa que llorar y chillar, sin saber si todo aquello era real o un nuevo delirio de su psicópata mente, que jugaba con él.
Cuando era más pequeño y su madre ya no estaba con él, solía pedirle ayuda a su padre, solía chillar su nombre hasta perder la voz, su padre nunca estaba. Nunca. Se iba, lo abandonaba, para no oír los gritos. Otras veces, acudía furioso a su encuentro, las primeras veces en las que su padre fue a verle en medio de su agonía, Gabriel albergó la esperanza de que lo abrazaría, tal y como lo hacía su madre, y que le daría algo caliente de beber. Nunca fue así. Su padre llegaba violento, algunas veces incluso borracho, ataba las manos y las piernas de su hijo a los pies de su cama, con trapos viejos, para impedirle que se moviera o levantara y se iba de la casa. A emborracharse en algún bar cercano y decir lo mal que lo había tratado la vida. No importaba cuanto chillara, cuanto pataleara, cuanto se revolviera. Su padre no estaba. O había puesto el volumen de la televisión demasiado alto, para ahogar entre las palabras del presentador de algún concurso cutre el dolor de su único hijo. Esa había sido siempre su cruel realidad. Nadie nunca lo había tomado en serio. Sus profesores lo castigaban cuando faltaba a las clases por culpa de su enfermedad, ya que su padre se negaba en redondo a firmarle un justificante aclarando que había estado enfermo en cama. Y sus compañeros se burlaban de él, cuando sufría ataques en medio del colegio.
Miró el techo de su cuarto, mientras respiraba entrecortadamente, cada vez se sentía más ahogado, más claustrofóbico. Aquella situación no era tan distinta a las demás, otra vez estaba solo y nadie acudiría a ayudarle.
Y en ese momento, mientras reprimía las ganas de revolverse y pegarse cabezazos contra la pared, una musiquita inundó la habitación. No, no era la alarma despertador. No sería más de medianoche. Reconocería aquella musiquita en cualquier parte: “Ike Ike” de ese grupillo de cantantes japonesas llamado Hinoi Team, grupillo cursi que le gustaba a su prima y que ella misma había puesto como tono de llamada, para que cada vez que le hiciera una llamada sonara aquella música. A Gabriel no le hizo falta leer en la pantalla: Natsumi llamando, para saber que era su prima. Ya no podía más, cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que su corazón dejara de latir, deseó morir ahí mismo, hasta que al final, acabó perdiendo el sentido, mientras que por quinta vez sonaba la musiquita de su móvil.

Akira llevaba más de media hora esperando a Gabriel, y su ausencia había traspasado ya la limitada paciencia de su jefe. Furioso, tamborileaba sus afilados dedos sobre la mesa del salón. Pensó en que se había quedado dormido, y aquello lo mosqueó aún más. Adnan y Kavita entraron en la habitación en ese momento, y Akira no tardó en mandarlos a buscar al nuevo integrante del grupo de asesinos.
Kavita iba quejándose de camino a la habitación de lo vagos y torpes que eran los hombres, mientras que Adnan la escuchaba a regañadientes, indignado, pero conteniendo soltarle alguna frescura de las suyas, puesto que sabía cuales eran las consecuencias de mosquear a Kavita, lo más leve que podía pasar era que te pegara un puñetazo en la cara y te descolocara la nariz. Prueba de ello estaba Roman, que presumía de su melena rubia nórdica que le hacía ligar como nadie, todo ello se le acabó en cuanto hizo enfadar a la chica hindú, que aquella misma noche lo ató a la mesa de la cocina y lo rapó al cero.
Adnan llamó a la puerta, y la única respuesta de su interior fue un jadeo ahogado.
Kavita, que se mosqueaba enseguida, abrió la puerta sin miramientos, y entró imponente en la habitación; paró en seco al ver al joven japonés derrumbado en su cama, pálido como un muerto, mientras intentaba respirar, las sábanas arrugadas formaban una maraña en el suelo.
-         ¿Se puede saber que diablos te pasa? –exigió saber, cuando se sobrepuso de la escena.
Gabriel tenía los ojos entreabiertos, y la imagen de Kavita desenfocada y borrosa flotaba de aquí a allá, estaba totalmente mareado.
-         Akira te está esperando. –añadió Adnan.
Gabriel sintió ganas de llorar de impotencia, al no tener fuerzas para levantarse, hacia pocos minutos que había recuperado la conciencia y no se sentía nada bien, aún con el dolor escociéndole la piel.
Kavita había comenzado a zarandearlo, y la única reacción de Gabriel fue abrir sus sobrenaturales ojos al máximo.
-         Jo, menuda cara de psicópata gay que tienes. –comentó Kavita, malhumorada.
-         Estoy… enfermo.-intentó explicar él.
Adnan acabó mandando a Kavita avisar a Akira del mal estado de Gabriel, mientras que el joven iraquí se quedó en la habitación, acercándose a él, para tomarle la temperatura preguntó:
-         ¿No tienes ninguna medicina o algo?
Gabriel cayó en la cuenta, de que había una mínima posibilidad de que guardara algunas de sus pastillas que reducían los efectos de su enfermedad, que le había recetado un psiquiatra tras haber asesinado a su tercera víctima. 
-         Unas pastillas…-pudo decir. Estaba a punto de indicarle su chaquetón, colgado en el armario, pero Adnan abrió la boca con el reconocimiento en la mirada y salió pitando de su habitación.
Gabriel se quedó perplejo, haciendo ejercicios de respiración para intentar relajarse. Oyó a gente correr por los pasillos, y para cuando se dio cuenta Adnan y Alix acaban de entrar en su cuarto. Alix traía una especie de maleta de cuero gastada. Abrió la maleta ante él, descubriendo todo tipo de pastillas de colores, bolsitas con polvos y papel de fumar. Droga.
El joven japonés miró con asco el interior de la maleta, negó con la cabeza y dijo:
-         Yo no me drogo.
Alix enarcó las cejas, su cara pálida, ojerosa y su nariz llena de costras lo decían todo. Esa chica era yonki de pies a cabeza.
-         ¿No? Tus síntomas son de un claro mono. Si es por el dinero, no voy a cobrarte. –dijo ella, con voz de maniática, mientras acercaba la maleta a él. -¿Cocaína tal vez?
Gabriel frunció el ceño, mosqueado.
-         Mis pastillas me las recetó un psiquiatra, y si no te digo como se llaman es porque su nombre es japonés y dudo que sepáis reconocerlo. Están en el bolsillo derecho de mi chaquetón.
-         Entonces ¿Tú no consumes? –musitó Alix, con la desilusión impresa en sus palabras. –Cuando por fin pensé que iba a tener un compañero con el pasar los monos. –se encogió de hombros y cerró la maleta, mal disimulando su desilusión
Adnan estaba rebuscando en sus bolsillos y encontró una bolsita llena de pastillas amarillas, las alzó al aire, mientras preguntaba:
-         ¿Son estas?
Gabriel hizo un gesto con la mano, en señal de que se las trajera. Adnan en cambió le tiró las pastillas, que cayeron en la cama, a su lado. Alargó la mano para alcanzar la bolsita, y se tragó dos de golpe.
Akira entró en ese momento, observó a Gabriel unos segundos, asintió y dijo:
-         Hoy no estás en condiciones de entrenar.
Gabriel agradeció su compresión en silencio.
-         Mañana ¿Estarás bien no?
-         Sí, señor.-asintió él rápidamente.
-         Perfecto, entrenarás del doble, para así recuperar este día perdido.
Aquello ya no lo agradeció tanto. Akira salió de su habitación, dejando a Gabriel bajo la mirada expectante de Adnan, Kavita, Alix y Abeeku que había entrado en la habitación sin ser invitado, con la curiosidad brillando en sus ojos negros.
- ¿Estás enfermo? –dijo el chico.
Gabriel asintió. ¿Es que pensaban quedarse todo el día mirándole de aquella manera?
Abeeku y Adnan se estaban mirando, una mirada demasiado cómplice, una sonrisa estaba creciendo por el rostro del chico de las rastas.
-         Esto… Gabriel… nosotros sabemos como hacer que te sientas mejor. –comenzó a decir Adnan.
-         No lo creo.-negó Gabriel, temiéndose lo peor.
Abeeku se había aproximado a él.
-         Confía en nosotros, cuando hayamos acabado contigo, nos lo agradecerás.
-         No, no, no… -pero no le escucharon, Abeeku lo agarró, y cargando con él salió de la habitación.
-         Si ya me encuentro mejor…
-         ¡Mentira! –repuso Abeeku.- ¿Cómo vas a estar mejor si apenas puedes mantener alzada la cabeza?
Un gruñido desdeñoso salió de los labios de Gabriel.
-         Venga, venga, Gabriel –lo acompañó Adnan.- La receta milagrosa de la abuela de Abeeku te va a dejar como nuevo.
-         ¿Es una receta? –dijo él, con cierto alivio.
-         ¿Qué te pensabas que era? –rió Abeeku, depositando el cuerpo de Gabriel en el sofá rojo de la sala.
-         Ahora volvemos, ¡No te muevas! –se despidió Adnan, que seguía a Abeeku.
Alix también se había unido al grupo, pero esta se había quedado apoyada en la puerta de la sala. Comenzó a reírse sola, mirando el techo.
Chin estaba más allá, con el ordenador. Le echó una mirada de soslayo y siguió tecleando.
-         Gabriel, por lo que veo tienes fallos en tu sistema operativo. –comentó el sur-coreano.
El nuevo integrante de aquella panda de asesinos tarados estaba intentando mantenerse recto sobre el sofá, apenas era capaz de sentir su cuerpo, y las palabras de Chin lo habían dejado perplejo.
-         ¿Qué? Solo estoy enfermo…-articuló, intentando darle consistencia a su febril voz.
La risa de Alix aumentó en volumen.
-         Macho.-dijo con voz de atontada.- Que enfermedad más chunga…
Gabriel resopló.
-         Ah, -dijo entonces Chin.- Entonces un virus infectó tu disco duro.
-         Si…-dijo él, irónico.-Eso…
¿Dónde estaban Abeeku y Adnan? Por favor, que llegaran ya. Estaba atrapado allí junto a una yonki y un friki informático. Y su cuerpo seguía sin responderle como era debido. Oía el lejano sonido de una batidora. Y de pronto empezó a temer “la milagrosa receta de la abuela de Abeeku”. ¿Podría confiar en aquellos pirados? Algo le decía que no.
En ese momento Abeeku apareció con una jarra enorme, cargada de un líquido entre marrón y rojizo. Una mueca de asco apareció en el rostro de Gabriel.
-         Voilá.-dijo Abeeku, con voz cantarina, mientras le servía un vaso a rebosar con aquella sustancia poco fiable. -¡Vas a quedarte como nuevo!
Le pasó el vaso, y Gabriel lo agarró, con fuerza. Lo último que quería era manchar aquel sofá. Olió el contenido, bajo la atenta mirada de sus compañeros.
-         Huele fatal.-comentó, arrugando la nariz.
-         Tsé, tsé, tsé. –le restó importancia Adnan. –Tómatela ya.
-         ¿Qué lleva?
Abeeku, se puso recto y muy digno declaró:
-         Es una receta milenaria, que ha pasado en generación y generación en mi familia. Un poco de respeto, Gabriel.
Armándose de valor, Gabriel cerró los ojos y bebió del vaso.
Acto seguido tosió fuertemente, sintiendo unas fuertes arcadas pellizcando su estómago.
-         ¡Glorioso Buda! –exclamó abriendo los ojos al máximo.- ¡Sabe horrible! ¡Esto… es…! Arg, hijos de…
-         Te dije que no le echaras Ketchup después de haberle puesto medio bote de sirope.-reprendió Abeeku a Adnan.
-         Tú dijiste que se le podía echar de todo. –Adnan se encogió de hombros.
-         ¡Pero que clase de recete milenaria es esta! –exclamó Gabriel.
Los dos chicos desviaron la mirada.
-         Bueno…
-         La verdad…
-         Es que Abeeku no tiene abuela…
Gabriel se había levantado, furioso.
-         Adnan.-susurró Abeeku.-Corre, que el japonés este ha recobrado las fuerzas y las va a gastar en…
No terminó la frase, puesto que los dos habían comenzado a huir de Gabriel.
-         Esta me la pagáis. –vociferó él.
Los dos chicos se reían.
-         Pues al final la receta ha funcionado.-gritó Adnan.
-         Sí, si, mira como corre.
Un grito salió de la boca de Gabriel cargado de frustración.

2 comentarios:

  1. Jajajaja, qué gracia con lo de la receta de "la abuela" de Abeeku XDDD. En cuanto a la enfermedad de Gabriel, pobrecillo. Y su padre, cada vez me cae peor. En fin, esta historia definitvamente me ha enganchado, espero MUY pronto el próximo capítulo. :)

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  2. Puff solo de pensar el sabor que tendrá lo que se ha bebido gabriel me dan ganas de vomitar puagg XDD Aunque me da pena con lo de su enfermedad :(
    Akira no sé pero no me han gustado mucho las palabras de Akira con lo de ser peor asesino déjame soy así.
    Y AL FINAL NO HACEN NADA!! ¬¬

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